Las tres muertes de Esperanza Aguirre

No diré que estaba cantada la dimisión de Esperanza Aguirre porque mentiría. Desde hace cosa de un par de días se hablaba de ella, pero esta no era la primera vez. Además, si no lo había hecho antes, ¿por qué habría de hacerlo ahora? En 2015, hace solo dos años, se presentó a las municipales de Madrid a pesar de que unos meses antes habían trincado a Francisco Granados, uno de sus dos números dos. En aquel momento no le importó demasiado que la hubiesen engañado y traicionado. Siguió a lo suyo e incluso aceleró el ritmo de su carrera política pujando por la alcaldía más importante de España.

Pero dos años es mucho tiempo. En aquel entonces pensaba que la marea había alcanzado su nivel máximo y que no haría sino retroceder. Si salía elegida alcaldesa (y estaba convencida de ello) tendría tiempo de saltar sobre la Moncloa tan pronto como Rajoy se la pegase en diciembre y todo se olvidaría. Púnica y los sinsabores granadinos serían un mal y lejano recuerdo de tiempos peores. Pero no fue elegida. O lo fue pero no le dio para gobernar y hubo que pasar a la oposición. Esa fue la primera muerte de Aguirre.

Desde la alcaldía de Madrid se puede alcanzar la presidencia de Gobierno, pero no desde un simple escaño de concejal de la oposición. Los ayuntamientos son muy «presidencialistas». Solo se ve al alcalde. Los concejales suelen ser comparsas que están ahí haciendo bulto. Por eso nadie los conoce. Excepción hecha de algunos concejales de Carmena por su afición a ejercer de saltimbanquis y del concejal Garganté de Barcelona. Como para olvidarse de este último con esos nudillos tatuados y esa cara de mala leche.

Las municipales dejaron a Aguirre tocada pero no la hundieron. Aún podía dibujar un par de escenarios posibles para su futuro. Esos meses posteriores a las elecciones locales y previos a las generales podían ser la antesala del estrellato o el anochecer de su carrera política. Esto, evidentemente, ni lo consideraba. Aguirre no se ha pasado en esto toda su vida por casualidad. Le gusta mandar. En las víspera de las elecciones de diciembre se veía como la heredera natural del desastre rajoyesco. Sus cálculos vendrían a ser más o menos estos: Rajoy se la pega, le sacamos a patadas del partido y como los otros gobiernan mal avenidos y por la mínima emerjo yo desde Cibeles como la salvadora de un PP a pique al tiempo que busco un adelanto electoral en el que pueda ir de candidata. Y de ahí a la gloria un paso.

Pero sucedió que Rajoy no se la pegó. O no se la pegó del todo. Supo manejar los tiempos y gestionar bien su raquítica mayoría simple para que todos quedasen en evidencia menos él. En ese punto se produjo la segunda muerte de Esperanza Aguirre. Esta ya era letal de necesidad y la abocaba a jubilarse en el ayuntamiento, quizá como alcaldesa si llegaba viva políticamente a 2019 y conseguía ser incluida en las listas. Extremo cada vez más complicado habida cuenta de que la marea del caso Púnica seguía creciendo año y medio después.

Los más enterados sabían que por mucho que subiese la marea el tsunami estaba por llegar. Digo los más enterados porque, aunque el que más y el que menos había oído hablar de los trapicheos de Ignacio González en el Canal de Isabel II, pocos estaban al tanto de los avanzada que se encontraba la investigación. Si con Granados el agua le había llegado hasta la cintura y con Beltrán Gutiérrez -gerente del PP en Madrid- hasta el pecho, con González, su otro número dos, el agua terminaría ahogándola.

Y eso mismo es lo que ha sucedido al final. Estaba ya muy debilitada y en modo de mera supervivencia. Resultó también que la madriguera que González y sus compinches había ido excavando durante años era más profunda de lo que imaginábamos. La tercera muerte de Esperanza Aguirre ha sido como la última derrota cartaginesa en la tercera púnica: algo definitivo. Tanto que ha comenzado ya la demolición de su legado. Un legado que, a mi juicio, tiene muchas luces pero que la propia Aguirre ha tirado por la borda. Y no precisamente por un error puntual que está pagando carísimo, sino por el hecho no comprobado pero evidente de que ha pasado años mirando para otro lado mientras sus colaboradores más cercanos se llenaban los bolsillos.

Es simplemente inconcebible que nunca sospechase del tren de vida que gastaban sus subordinados. Conociendo como conocía las mansiones en las que vivían, los automóviles que conducían o las vacaciones de lujo y fantasía que se pegaban. Sus salarios en la Comunidad no daban para esos dispendios. Ella tenía que saberlo porque era su jefa y conocía el sueldo de un consejero o del vicepresidente. Sueldos decentes pero que no dan para vivir como un millonario. Granados y González vivían como millonarios. Eso estaba a la vista de todo Madrid menos, al parecer, de la que más cerca estaba de ellos.

¿Por qué quiso ignorarlo? Nunca lo sabremos. Es un secreto que se llevará a la tumba. Aunque podemos imaginarlo. Seguramente consentía por dos razones que para ella eran de mucho peso. La primera porque así compraba su más absoluta lealtad. Aguirre siempre tuvo en mucha más estima la lealtad que la capacidad o la honradez. La segunda porque le hacían el trabajo sucio, el que una aspirante a estadista no está dispuesta a hacer: Granados en el partido y González en el Gobierno. Ellos se encargaban de la parte aburrida e incómoda y así ella podía hacer política, escribir libros, dar buenos discursos y mantener al electorado afín con el corazón en un puño.

No calculó que los esquemas fraudulentos terminan siempre en fraude. Ese fraude gigantesco que muchos de sus abochornados votantes siente ahora. Porque, por muchas cosas buenas que hubiese hecho, al final solo se la recordará por esto. Voy más lejos. Las ideas liberales que dice defender las ha arrastrado hasta dejarlas desfiguradas. Normal que ahora los adversarios del liberalismo, que son más numerosos y activos que nunca, hayan hecho con todo esto un monigote y anden de celebración pasándoselo de mano en mano.

Si el liberalismo es Aguirre y sus cuates yo me desapunto ahora mismo. En política es comprensible la cesión y el templado de gaitas. Un político liberal tiene que ceder en ciertos temas para conseguir ventaja en otros. Es normal que así sea. Si es habilidoso será más lo que gane que lo que pierda. Lo que es incomprensible, amén de inaceptable, es delinquir. Peor aún si ese delito se comete empleando ideas buenas y nobles como cortina de humo. Parece que es el caso. Una pena. Una vez más.

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1 Comment

  1. La lista de casos de corrupción política en España no es infinita, pero sí lo suficientemente transversal y consistente en el tiempo, como para ligar política y corrupción. Los políticos honrados son unas personas que desean gestionar recursos, que no son suyos, mediante un sistema con fuertes incentivos hacia la corrupción y la deslealtad, para lograr un bien común. Si su honrada gestión resulta nefasta, son otros quienes asumen las pérdidas, si otros se corrompen, les exigirán ignorancia o silencio, por lealtad, y si otros les son desleales, quedarán apestados. Un político honrado es, por su gusto por lo ajeno, las tentaciones con las que convive y el tipo de relaciones profesionales que ha de mantener, un quijote de entrada, un Ulises atado al mástil de seguido y un sospechoso de vileza, si persiste. España está cuajada de políticos honrados que prefieren no saber pensando que tener las manos limpias, es tener la conciencia limpia.
    Un cordial saludo.

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