
El 24 de agosto de 1821 el último virrey de la Nueva España, Juan O’Donojú, que era hijo de irlandeses afincados en Sevilla, pactó con el rebelde Agustín de Iturbide, que era hijo de un navarro afincado en Michoacán, la independencia de México en el Tratado de Córdoba (la de Veracruz no la de Andalucía). El nuevo Estado heredaba el corazón del virreinato. Al baile no se apuntó ni Cuba ni Santo Domingo ni Puerto Rico ni las Filipinas que, por esos misterios insondables del Imperio Español, se gobernaba desde Ciudad de México y no desde Madrid. La Capitanía General de Guatemala y sus cinco provincias (Chiapas, San Salvador, Nicaragua, Comayagua y Costa Rica) declararon la independencia por su cuenta un mes después. Terminarían formando primero una República Centroamericana de vida muy corta y luego se separarían.
A pesar de la merma territorial el primer imperio mexicano, cuyo emperador era el propio Iturbide, era el país más grande y poderoso de América. Iba de las selvas del Yucatán hasta lo que hoy es el Estado de Oregón. Y no iba más allá porque poco antes el rey Fernando VII había acordado con el presidente Monroe fijar una línea entre los Estados Unidos y el virreinato de Nueva España. El acuerdo incluyó, entre otras cosas, la venta de la Florida que años después, en 1845, se convertiría en un Estado más de la unión, el número 27º para más señas.
Aunque México nacía con gigantescos territorios en el norte, éstos apenas estaban colonizados más allá de Santa Fe en el actual Nuevo México. No era una tierra fácil y México, aunque rico y populoso, carecía de la suficiente fuerza demográfica para ocupar ese espacio tan vasto. Los norteamericanos, sin embargo, si que la tenían, o, mejor dicho, la tendrían en solo unos años. Estados Unidos hizo algo que México se mostró incapaz de hacer. En el curso de una generación se dotó de un gran excedente poblacional que fue empujando hacia el oeste y de recursos y nuevas tecnologías que hicieron de este avance algo incontenible. El final es conocido por todos, tras una guerra provocada por los colonos de Texas, México tuvo que ceder más de la mitad de su territorio en el tratado de Guadalupe Hidalgo de 1848. Cinco años más tarde venderían otra porción conocida como La Mesilla, un área de 75.000 kilómetros cuadrados (el equivalente a Castilla-La Mancha), que es donde se encuentra la ciudad de Tucson (Arizona).
De eso hace ya más de siglo y medio. En el momento de la entrega tan solo el 4% de los mexicanos vivían por encima de la línea, unas 100.000 personas. Hoy en muchos condados sucede lo contrario. La población mexicana o de origen mexicano es mayoritaria. Una reconquista a cámara lenta y en silencio que, caprichosamente y tal como se ve en el mapa superior, coincide con los límites de lo que fue el Virreinato de Nueva España y los primeros compases en la historia del México independiente.
Si la frontera estuviera en el mapa veríamos a los tercermundistas intentando llegar a Oregón o Wyoming como fuera, mientras sus dirigentes se indignaban porque no pudieran emigrar libremente. Porque lo único que ofrecen los gobernantes mexicanos y de más al sur a sus gentes es miseria.
Ey, Ey, que el traidor, rebelde y masonazo O’Donojú nunca fue virrey ni tenía potestad alguna para claudicar ante el traidor, rebelde y masonazo Iturbide. De hecho, formó parte del gobierno del nuevo imperio de opereta hasta su ráopida y merecida muerte. El último virrey fue el leal y heroico Juan José Ruiz de Apodaca, depuesto a traición, como no podía ser otra, por los traidores, rebeldes y masonazos que conspiraron para secesionar Nueva España, que había resistido firmemente al embate de los rebeldes…
Tras las reformas educativas anunciadas hoy mis nietos llegarán a preguntar como es que en America se habla español