Margot Honecker, el dragón púrpura

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La RDA tenía nombre de mujer: Margot Honecker, esposa del secretario general del Partido y ministra de Educación. Odiada y temida a partes iguales, personificó mejor que nadie el infame régimen comunista que esclavizó a 16 millones de alemanes del este durante más de cuarenta años. Creo un sistema educativo opresivo y persiguió con saña a los disidentes. Vive desde hace veinte años exiliada en Chile, pero en Alemania todavía se acuerdan, para mal, de ella. Muchos piden su extradición para sentarla frente a un tribunal y que se haga por fin Justicia. Pero la izquierda internacional la protege y la condecora. Esta es su historia.

Los alemanes que aún tienen memoria de la RDA la recuerdan como la “eminencia azul” del régimen. Eso en público, claro. En privado y sólo entre gente de mucha confianza se la conocía como die lila Drache, el dragón púrpura, por el color violáceo que se aplicaba a las canas en frecuentes sesiones de peluquería que hicieron famosa en todo el país su media melena, ligeramente rizada y con tonos azulados. Era la mujer más poderosa de la Alemania del este, y la más temida. Se trataba de Margot Honecker, primera dama de la República y ministra perpetua de Educación Popular.

Para el promedio de edad de los jerarcas del Politburó, la mujer de Erich Honecker era joven. Había nacido en 1927 en Halle, una pequeña ciudad de Sajonia conocida entre los melómanos de todo el mundo por haber sido cuna, siglos antes, de Georg Friedrich Händel, un genio del barroco venerado en Inglaterra, a cuyo rey sirvió hasta su muerte, lo que le valió un funeral de Estado en la abadía de Westminster. Margot Feist, hija de un zapatero, no podía ni imaginar que algún día llegaría a ser tanto o más poderosa e influyente que su paisano. Ni ella ni nadie. Los sajones y su peculiar dialecto han sido siempre objeto de continuas chanzas por parte del resto de alemanes, que los consideran el arquetipo del provinciano simplón y sin ambiciones. Nada que ver con la joven Margot. En 1939 empezó la guerra y al poco se quedó huérfana de madre. Tenía sólo 13 años. Ingresó entonces, como el resto de jóvenes alemanas de la época, en la BDM (Bundes Deutscher Mädel), versión femenina de las Juventudes Hitlerianas y en ella se mantuvo hasta el día en que terminó la contienda.

Inquieta y preocupada por estar siempre del lado del ganador, ese mismo año de 1945 se afilió, con sólo 18 años, al Partido Comunista de Alemania (KPD), que había resurgido de sus cenizas con rapidez prodigiosa en la zona ocupada por los soviéticos. Era una joven dispuesta, delgada y atractiva. Tres cualidades que la hicieron subir como la espuma es muy poco tiempo. Se ofreció como mecanógrafa en el sindicato comunista, dos años después ya era miembro del comité directivo de las juventudes del Partido y presidenta de los Pioneros, una organización juvenil concebida al estilo nazi que reunía a niños de los 6 a los 14 años. A los 22 años la enviaron a la Volkskammer, el parlamento de la recién nacida RDA. Era la representante más joven, la más prometedora y, probablemente, la más fanática de aquel simulacro parlamentario de partido único fabricado por Stalin para contrarrestar al Bundestag que Adenauer había inaugurado en Bonn.

Allí conoció al que sería su marido, Erich Honecker, un protegido de Walter Ulbricht, el hombre fuerte de la Alemania comunista, un insignificante hombrecillo obediente y silencioso que frisaba la cuarentena. Pero existía un problema. Honecker ya estaba casado y tenía una hija recién nacida. El favorito de Ulbricht era un hombre de pocas ideas pero fijas. Comunista y ateo hasta la médula, su función era servir de fiel correa transmisora de las órdenes que emanaban de arriba y, sobre todo, vigilar de cerca a los miembros del Politburó. Ambas cosas las hizo con diligencia hasta que le tocó heredar dos décadas después. No era amigo de francachelas, de líos de faldas ni tenía la más mínima veleidad artística. Sólo se le conocía una afición: la de dejar, escopeta en mano, los bosques cercanos a Berlín limpios de caza mayor. Para dar rienda suelta a su verdadera pasión, organizaba grandes monterías dignas de los antiguos reyes de Prusia a las que nunca faltaban los generales y diplomáticos soviéticos destacados en la capital. Cuando, en extenuantes jornadas de caza, acababa con los venados encargaba que le enviasen nuevas remesas desde Checoslovaquia, Polonia o Rumania.

Conquistar a un hombre tan aburrido era una tarea realmente complicada. Margot, poco amiga de dar rodeos, atacó por la vía directa. Se puso a tiro y se quedó embarazada a la primera oportunidad que tuvo. El cazador cazado. Pronto se empezó a hablar más de la cuenta en las altas esferas, donde se toleraba cierta promiscuidad entre sus prohombres, pero no que fuesen bígamos a la vista de todo el SED, el partido único nacido de la fusión forzada entre socialdemócratas y comunistas. La mujer legítima, Edith Baumann, era miembro del comité central del SED, mientras que la ilegítima, Margot Feist, tenía, aparte del escaño en la Volkskammer, mucha mano en las juventudes.

Había, además, dos niñas de por medio. Erika, nacida en 1950, era hija de Edith; Sonja, que vino al mundo dos años después, era el producto de los amores adulterinos entre el jerarca y la jovencísima diputada de Sajonia. Y de fondo las cacerías y la vida regalada que la casta dirigente llevaba en las mansiones expropiadas de la calle Majakowskiring en un país que se moría literalmente de hambre. Ulbricht conminó a Honecker a dejar de vivir de cama en cama como un señorito burgués y a decidirse entre una de las dos mujeres. Ganó la más joven que, además, era la más ambiciosa.

Pero el objetivo de Margot no era ser madre y esposa, sino transformar el país mediante la educación. El marido la colocó de viceministra de Educación hasta que, por lo menos, tuviese la edad de un profesor universitario. Su momento llegó en 1963, cuando fue nombrada a los 36 años ministra de Educación Popular. Comunista hasta extremos que hubiesen hecho palidecer a medio Politburó, el gran proyecto de Margot Honecker era sacar adelante una ley integral de educación que garantizase la pervivencia del régimen durante generaciones. Para que la RDA perviviese había que ideologizar en los dogmas socialistas desde la más temprana infancia. Así se convertiría sin esfuerzo a los niños en hombres nuevos, en socialistas perfectos a imagen y semejanza del ideal marxista. Un paso duro pero necesario para llegar cuanto antes al comunismo, la anhelada fase final de la revolución y de la propia Historia.

Eso requería presupuesto y conceder poderes sin tasa a las autoridades académicas. Para Honecker los padres no pintaban nada en la educación de sus hijos, al contrario, estorbaban con sus prejuicios pequeñoburgueses. También lo hacía la iglesia, la evangélica y la católica, que había formado con gran rigor durante siglos a los jóvenes alemanes en la tradición del humanismo cristiano. Los niños no eran ni de los padres ni de los pastores, eran del Estado, de la República de Trabajadores que su marido dirigía en solitario y con mano de hierro desde su ascenso al olimpo en 1971 tras la jubilar a la fuerza a su padrino Ulbricht.

A partir de entonces, cuando todo el poder del país pasó a concentrase en la casa número 11 de la Waldsiedlung, citar el nombre Honecker en vano se convirtió en una actividad del máximo riesgo. La Waldsiedlung era una colonia forestal a las afueras de Berlín donde vivían, en completo aislamiento, los miembros del comité central del Partido. La colonia se había levantado de la nada en un bosque de la localidad de Wandlitz tras la revuelta de Budapest en el 56. Los padres de la patria temían que, si algo parecido se producía en Berlín, la masa podría asaltar fácilmente las mansiones que ocupaban en el selecto distrito de Pankow.

Idearon entonces una urbanización formada por casas unifamiliares, un lago, un club social con piscina y pista de tenis, un pequeño hospital y un almacén donde aprovisionarse de productos occidentales importados ilegalmente. Aquel almacén era el único lugar de toda la RDA donde se podía encontrar vino de Rioja, agua mineral Perrier o queso de Parma. La Waldsiedlung estaba separada del resto de Alemania por un muro de hormigón camuflado entre la vegetación. Un muro con torres de vigilancia custodiadas por guardias armados muy similar al que partía Berlín en dos. Todo el que trabajaba en su interior pertenecía a la Stasi, incluidos los jardineros o los cocineros, que, por no se sabe bien que razón, nunca podían pasar del rango de teniente.

Margot era la reina de aquel claustrofóbico Camelot socialista en el que las calles no tenían nombre. Desde su ventana de la casa número 11, situada estratégicamente en el centro de la urbanización, controlaba a todos los que mandaban en la Alemania Democrática. Cuándo salían, cuándo entraban, con quién lo hacían, con quién iban al lago a navegar o al club a tomar una cerveza. La carceleros estaban encarcelados en su propia prisión de alto standing que gobernaba como una baronesa feudal la implacable esposa del camarada secretario general.

Probablemente en la Waldsiedlung Margot Honecker parió la “Gesetz über das einheitliche sozialistische Bildungssystem” o Ley sobre el sistema educativo socialista unificado, un engendro infame que consagraba la educación total de los niños y jóvenes al Estado. A partir de 1978 los estudiantes empezaron a recibir instrucción militar como complemento a la teoría marxista que se impartía machaconamente en las aulas, en las que no sólo se promovía el odio de clase hacia los inexistentes burgueses de la RDA, sino un odio africano hacia sus compatriotas de la República Federal que se encontraban al otro lado del telón de acero. La instrucción armada se llevaba a cabo con fuego real en campos de tiro habilitados al efecto. Algunos pastores evangélicos se opusieron instando a los estudiantes que aún iban a Misa a negarse a recibirla sentándose en el suelo.

De nada servía, quien pusiese en duda el sistema era inmediatamente arrestado y puesto a disposición del Ministerio para la Seguridad del Estado, la odiada Stasi, que no escatimaba torturas de toda índole, con especial predilección por las psicológicas al más puro estilo soviético. A los estudiantes que osaban rebelarse contra el sistema, la ministra plenipotenciaria los enviaba a granjas-escuela en las que las condiciones de vida eran insufribles. Si eso no bastaba para atemperar los ímpetus contrarrevolucionarios, el ministerio abrió un campo especial de reeducación juvenil en Torgau, en las cercanías de Leipzig, un campo de trabajo esclavo para adolescentes que hubiese hecho las delicias de Heinrich Himmler. Estos excesos la convirtieron en el político más odiado de la RDA entre los jóvenes, más incluso que su marido y el todopoderoso jefe de la Stasi Erich Mielke.

Las ideas de Frau Honecker para torcer el espinazo de la juventud germanoriental no se quedaban ahí. Cuando un súbdito de la RDA conseguía escapar del país el régimen se empleaba a fondo con los familiares que dejaba atrás. Una venganza habitual era arrebatar a los hijos de corta edad para entregárselos en adopción a familias adictas al régimen. El secuestro de niños era, como casi todo en Margot Honecker, una cuestión ideológica. Trataba de evitar que los hijos de los fugitivos se convirtiesen en un peligro para la República y por eso promovía desde el ministerio las adopciones forzadas.

La suerte del matrimonio Honecker fue pareja a la de su creación más sublime: la RDA. Él fue el burócrata perfecto que todo régimen comunista hubiese deseado. Ella la fanática imperturbable. Tras la caída del Muro su mundo se vino abajo. En 1990 buscaron asilo en la embajada de Chile en Moscú, pero Yeltsin no estaba dispuesto a cobijarles, de modo que tuvieron que partir, como dos prófugos, hacía el país sudamericano donde Erich Honecker terminaría muriendo cuatro años más tarde.

Margot, sin embargo, que siempre fue la más joven del Politburó, sigue viva. Hoy la izquierda latinoamericana se la rifa. Hace tres años Daniel Ortega le condecoró con la Orden de la Independencia Cultural de Nicaragua, en un patético acto al que asistieron sonrientes el venezolano Hugo Chávez y el paraguayo Fernando Lugo. Octogenaria y delicada de salud, el dragón púrpura viaja regularmente a Cuba para someterse a chequeos médicos en las selectas clínicas que los Castro tienen reservadas para los dinosaurios del socialismo internacional. Nada de lo que extrañarse, lo que nunca faltó entre los tiranos de la hoz y el martillo fue la camaradería.

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