
Barack Obama estaba llamado a varias misiones históricas. O al menos así lo creía él. El primer presidente negro iba, por ejemplo, a romper una maldición centenaria que consiste en que todo presidente demócrata le entrega el poder a uno republicano a no ser que se muera mientras está en el cargo. Es lo que sucedió con Franklin Delano Roosevelt o con John Fitzgerald Kennedy, que traspasaron los papeles a sus sucesores pero desde el más allá. Si buscamos entre los presidentes demócratas del siglo XX comprobaremos que ni Bill Clinton, ni Jimmy Carter, ni Woodrow Wilson, ni Grover Cleveland tuvieron un sucesor de su mismo partido. Entre los republicanos, sin embargo, es algo bastante común. A Theodore Roosevelt le siguió Taft; a Harding, Coolidge; a Coolidge, Hoover; a Nixon, Ford y a Reagan, Bush.
Le ha faltado poco para acabar con la maldición, pero no lo ha conseguido. Tampoco ha llegado a ser el Lincoln de color, uno de los anhelos que con más ahínco ha perseguido. No ha inaugurado una hegemonía demócrata a la que, de un modo u otro, los republicanos tendrían que engancharse si en el futuro aspiraban a recuperar el poder. Pero no ha sido así. Obama no ha creado escuela. No tiene un heredero directo. Su heredero, o, mejor dicho, su sucesor es un republicano un tanto peculiar. Es, de hecho, un súper republicano que condensa todos los defectos que los demócratas odian entre la gente del GOP y ninguna de sus virtudes. Trump es el anti Obama. Clinton no fue el anti Reagan ni Eisenhower el anti Roosevelt. Ya solo por esto podríamos decir que Obama ha fracasado estrepitosamente.
Pero no solo ha fallado en eso. Ha fallado también en el empeño que puso desde los inicios en arrastrar a su propio partido unos cuantos metros más a la izquierda. Aspiraba a que el programa del Partido Demócrata se confundiese en un futuro con una suerte de ideología obamista resumida en sus ocho años de Gobierno. La realidad, sin embargo, es otra. Su partido está hoy más dividido que nunca. Tanto que, cuando hace un mes los grandes electores tuvieron que depositar su voto en el Colegio Electoral algunos de los electores demócratas (tres en concreto) votaron por Colin Powell, que es republicano, y otro se lo entregó a Bernie Sanders.
La campaña de Hillary estuvo mucho más sesgada hacia posiciones típicamente izquierdistas que la de Obama en 2012 y, no digamos ya, que la de 2008 o que cualquiera de las dos campañas triunfales de Bill Clinton en los años noventa. Hillary creía que, dueños del relato en los medios y en el mundo de la cultura, el obamismo era la nueva ideología americana sin posibilidad de vuelta atrás. Todo era cuestión de identificarse al máximo con el zeitgeist del momento y dar por hecho que los EEUU de tiempos de su marido habían pasado a mejor vida.
Esto nos viene a demostrar que el nivel de autoengaño de los demócratas es alarmante ya que el mapa electoral del país pinta otro cuadro bien distinto. Y no hablo del mapa de las presidenciales, sino del de las otras elecciones, las correspondientes a la Cámara de Representantes, al Senado y a los Gobiernos de los Estados. En la Cámara los republicanos tienen 47 representantes más que los demócratas, en el Senado seis senadores más, y de 50 Estados 33 están gobernados por republicanos y solo 16 por demócratas. Todos los Estados de los Grandes Lagos, todos los del sur menos Luisiana, Texas, Florida y buena parte de Nueva Inglaterra incluida Massachusetts están en manos de gobernadores republicanos.
Este es el mapa que Obama no quería ver. Y Hillary tampoco. Obama, en definitiva, no ha inaugurado una nueva era. EEUU sigue siendo aproximadamente el mismo que hace treinta años con algunas particularidades propias de nuestro tiempo, pero en esencia el mismo o algo muy parecido. El presidente que hoy se va pasará a la historia por la simple razón de que todos los presidentes de EEUU de un modo u otro pasan a la historia, pero no en el papel estelar en el que él se veía. Este es su punto y final. Probablemente él ya lo sepa.
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