
La semana pasada, a plena luz del día mientras los bañistas disfrutaban de un día de playa, una patera inflable con unas 20 personas a bordo llegaba hasta una playa de Zahara de los Atunes, en Cádiz, y embarrancaba en la arena. Todos lo hemos visto gracias a la oportuna grabación de uno de los que presenciaron el inesperado desembarco. El testigo sacó su teléfono móvil y subió a la red las imágenes. Hoy día es difícil, por no decir imposible, hurtar ciertos acontecimientos al escrutinio público.
El viaje, iniciado con casi toda seguridad en las costas de Marruecos no acabó en tragedia como otros tantos, que se quedan al pairo en alta mar, al capricho de las corrientes marinas como los náufragos de la balsa de la Medusa, que Géricault inmortalizó en un famoso cuadro hace dos siglos y que hoy puede contemplarse en el Louvre.
Italia ya no puede más. Se ha declarado incapaz de contenerla y ha pedido a Alemania y Francia que colaboren
En lo que va de año más de dos mil emigrantes africanos se han dejado la vida en alguno de los tres puntos calientes del Mediterráneo: el estrecho de Gibraltar, la costa meridional de Italia y las islas griegas. La avalancha humana, que se cifra en unas 85.000 personas solo en el primer semestre de este año, es parte de una letanía veraniega que se repite cada verano.
Italia ya no puede más. Se ha declarado incapaz de contenerla y ha pedido a Alemania y Francia que colaboren. Sus servicios de rescate marítimo y los de asistencia están colapsados. Con el agravante de que, una vez en tierra, es poco menos que imposible devolverlos a sus países de origen por la sencilla razón de que a menudo no hay forma humana de conocer cuáles son esos países.
La presencia de gran cantidad de personas que no domina el idioma ni conoce las costumbres locales, gente las más de las veces inempleable, ocasiona problemas de todo tipo en las localidades costeras, que se escudan en el incontestable argumento de que nadie ha llamado a los nuevos pobladores. Se les auxilia sí, pero por caridad, no por deseos de que se queden allí.
Sin posibilidad de encontrar un trabajo y buscarse la vida honradamente, muchos se enredan en actividades ilegales. Otras veces pasan a ser dependientes crónicos de los servicios sociales que, no lo olvidemos, se financian con el dinero de los contribuyentes que son también votantes. La inmigración, que en principio es buena y hasta inevitable, se ha terminado convirtiendo en un flagelo cuyas consecuencias políticas apenas se están empezando a sentir.
El continente africano, especialmente la porción al sur del Sahara, chapotea en la miseria y padece un boom demográfico solo comparable al de Europa en el siglo XIX. Hasta hace unos años los regímenes autoritarios del Magreb servían de tapón, pero la caída de Gadafi y la subsiguiente guerra civil en Libia ha provocado una brecha que cada año atraviesan miles de subsaharianos. Esa es la razón por la que los problemas son mayores en Italia y no en España, cuya costa sur está mucho más cerca de África.
Pero no existiría una presión semejante de no haber un gran excedente poblacional al otro lado del desierto. Desde la antigüedad los grandes movimientos migratorios han venido acompañados de explosiones demográficas. En la Europa industrial del siglo XIX los excedentes se exportaron a América, cuyas repúblicas –recién nacidas la mayor parte de ellas– estaban vacías.
Entre el final de las guerras napoleónicas y la Primera Guerra Mundial unos 60 millones de europeos cruzaron el Atlántico y se asentaron en América. Los europeos de entonces, antepasados de la mayor parte de los estadounidenses, argentinos o chilenos actuales, buscaban mejorar sus condiciones de vida y ofrecer expectativas de futuro a sus hijos, cosa que en el viejo continente se les antojaba complicado.
La marea migratoria de hace un siglo y la actual guardan parecidos, pero también diferencias. En 1900 era el Gobierno norteamericano o el argentino quien llamaba a esos emigrantes. Querían poblar inmensas regiones y hacerlo con gente étnicamente afín a los fundadores. En Cuba, por ejemplo, la república nacida de la guerra hispano-estadounidense se esforzó en blanquear la isla fomentando la inmigración de españoles. De hecho, nunca hubo tantos españoles en Cuba como en los años posteriores a su independencia.
Pero hay más diferencias. Entre Europa y América se abre un vasto océano que no puede atravesarse en una improvisada balsa. Para emigrar a América había que embarcarse en un paquebote que tardaba días –e incluso semanas– en llegar. En el puerto de llegada se registraba a los inmigrantes y en ocasiones hasta se les asignaba destino. Así nacieron instituciones como el Hotel de Inmigrantes de Buenos Aires o la aduana de la isla de Ellis en Nueva York.
No hay país americano que no crease regulaciones para contener la inmigración, especialmente a partir de los años 30
Por último, tan pronto como en Europa aminoró el crecimiento demográfico y los excedentes se redujeron, el volumen de inmigrantes descendió. Aún así no hay país americano que no crease regulaciones para contener la inmigración, especialmente a partir de los años 30. La inmigración, en suma, tiene un umbral difícil de precisar y a partir del cual se vuelve incómoda para la población local.
La Europa de nuestros días necesita inmigrantes, eso es irrebatible. Su población está envejecida y pocos son los países que superan la tasa de reemplazo generacional. La cuestión, o las cuestiones, son saber qué tipo de inmigrantes necesita y en qué cantidad. Para ambas preguntas la administración no tiene respuesta y no puede tenerla. La economía se sostiene sobre un conjunto de innumerables decisiones individuales, descentralizadas, tomadas en tiempo real y, por lo tanto, cambiantes.
¿Qué papel le correspondería entonces a la administración, más concretamente a la encargada de las fronteras? En primer lugar la más obvia: velar por las mismas. En segundo fijar los criterios de acceso en función de la demanda de trabajo interna. Exactamente lo mismo que hacen países como Australia o Nueva Zelanda. Con gran éxito, por cierto.
En Suiza, por ejemplo, entran unos 80.000 trabajadores extranjeros al año, pero el desempleo es insignificante. Es decir, la economía suiza los absorbe en su práctica totalidad. Aún con esas, los suizos votaron hace unos años a favor de aumentar las restricciones de entrada. Luego el problema no es estrictamente económico, intervienen más factores como el del sentimiento de identidad.
En aquel momento se advirtió de los riesgos que entrañaba aquello. Elevar el listón traería pérdida de competitividad para la economía helvética por las limitaciones impuestas a las empresas para captar mano de obra especializada en el extranjero. Pero una comunidad es perfectamente libre de perder competitividad si así lo desea.
Los españoles o los franceses lo hacemos continuamente demandando con nuestro voto que los políticos aumenten el gasto público con cargo a impuestos. En el mejor de los casos llegará el arrepentimiento y la corrección del rumbo, en el peor esa comunidad se empobrecerá.
En esa disyuntiva está ahora el resto del continente. Quizá habría que imitar a los suizos y empezar a celebrar referéndums locales sobre la cuestión migratoria. En España, un país esencialmente despoblado, nos llevaríamos más de una sorpresa.
«….La población es además un indicador indirecto muy útil. Nos dice, por ejemplo, que la gente tiene confianza en el futuro y por eso encarga hijos…» FDV, 17/08/2.017
«…El continente africano (…) chapotea en la miseria y padece un boom demográfico solo comparable al de Europa en el siglo XIX…» FDV 19/08/2.017
¿En qué quedamos?