
Cuenta Montaner que cuando Gorbachov publicó «Perestroika» allá por 1987 Raúl Castro se hizo llegar hasta Cuba un ejemplar en español. La obra (y lo que contenía) le gustó mucho, por lo que encargó una edición especial con la idea de repartirla entre los altos oficiales del Ejército. Al enterarse Fidel montó en cólera, mandó recoger todos los ejemplares y abroncó a su hermano. Raúl, como muchos líderes comunistas de los años 80, era consciente de que el sistema no funcionaba. Para comprobarlo no hacía falta embarcarse en sesudas teorías económicas, era algo que estaba a la vista. Berlín oeste no resistía una comparación con Berlín este, ni La Habana con Miami, ni Taiwán con la China popular.
La planificación central producía poco y asignaba mal. Los occidentales, supuestamente encadenados al capitalismo, estaban mejor alimentados y gozaban de unos niveles de vida mucho más altos, incluso los de menor renta. El principal problema del pobre estadounidense es que padecía sobrepeso, dolencia desconocida en la Isla para toda la población, excepción hecha de algunos cabecillas de la revolución. La ciencia y la tecnología capitalistas eran también superiores. Los estadounidenses tenían reproductores de vídeo VHS, televisores en color, lavaplatos, lavadoras, tocadiscos, aparatos de aire acondicionado, modernos automóviles con motores de inyección electrónica, consolas de videojuegos y hasta ordenadores personales. Y todo eso lo habían conseguido sin traumas y sin necesidad de tener que vigilarlos continuamente para que no abandonasen el país o hablasen más de la cuenta.
Esto, como digo, no eran elucubraciones teóricas sino algo evidente para cualquier observador. Los líderes revolucionarios del bloque del este, además, lo habían visto con sus propios ojos porque ellos si podían viajar al mundo libre. La nomenclatura de los partidos comunistas de Polonia, la RDA o Hungría viajaba con frecuencia a prósperas ciudades del oeste como Viena, París o Roma bendecidas por la abundancia y la diversidad. Lo conocían de primera mano.
La idea de Gorbachov con su Perestroika era reformar en sistema o, mejor dicho, reestructurarlo. Perestroika en ruso significa eso mismo: reconstrucción. A muchos la idea les pareció atractiva. Podrían conservar el poder y las esencias de la revolución purgando los elementos negativos como la pobreza crónica o la falta de libertades elementales como la de expresión. Uno de esos líderes era Raúl Castro. Otros, sin embargo, eran más escépticos. Sospechaban que si sometían al sistema a una reforma el sistema cedería y se derrumbaría. Y con él caerían ellos. Fidel Castro, Eric Honecker o el coreano Kim Il-Sung eran los estandartes del inmovilismo. Intuían que el comunismo no era reformable y que todo lo que sucedería es que perderían el poder. Y fue eso lo que al final terminó ocurriendo.
Castro aguantó in extremis sometiendo a la población a un sacrificio inhumano al que bautizaron de un modo un tanto eufemístico como «periodo especial». Ahí Fidel demostró que no le interesaba tanto que los cubanos viviesen dignamente como el hecho de conservar el poder. Y hacerlo a cualquier coste. El castrismo de este modo sobrevivió un cuarto de siglo más.
En el momento que abres el juego político y permites la propiedad privada y el libre intercambio de bienes y servicios el sistema se viene abajo
Pero esta extenuante prórroga no lo ha convertido en un sistema viable, simplemente ha alargado el suplicio. Raúl Castro se encuentra en el mismo sitio que en 1989. O reforma o mantiene el estado de cosas actual. El estado de cosas actual es miseria extrema y servidumbre también extrema. La reforma sería tratar de hacer lo que Gorbachov intentó y salir bien librado. El problema es que el comunismo, como decía antes, es irreformable. Porque en el momento que abres el juego político y permites la propiedad privada y el libre intercambio de bienes y servicios el sistema se viene abajo. Deja de ser lo que era. La gente pide más libertades políticas y económicas, el Partido pierde su función totémica y sus mandarines dejan de ejercer de tales. Es una apuesta arriesgada que siempre que se ha intentado ha salido mal. Además, no hay vuelta atrás. Ninguno de los países que fueron comunistas han regresado sobre sus pasos. Una vez se abandona el socialismo real una vez se ha probado nadie quiere volver a él.
Cabría una tercera opción, una tercera vía, que sería el llamado modelo chino, consistente en abandonar la planificación central de la economía, es decir, abrir el país económicamente manteniéndolo políticamente cerrado. En China más o menos ha funcionado, es decir, ha dejado al Partido Comunista en el poder. En Vietnam ha sucedido algo muy similar. La pregunta es si algo así podría ocurrir en Cuba. Mi opinión es que no. Y tengo mis razones.
La primera es de índole cultural. Los cubanos son hispanos y, por lo tanto, occidentales. Hablan español y tienen por ello acceso en su propio idioma a un mercado gigantesco de ideas. Las ideas circulan rápido y son muy poderosas. Más aún cuando se distribuyen en la segunda lengua más hablada del planeta. ¿Por qué habrían de conformarse un cubano a vivir en una dictadura cuando su hermano en Los Ángeles o su primo en Madrid pueden expresarse libremente y criticar al poder si lo creen necesario? Luego hay otro elemento. Cuba fue una democracia en el pasado. Castro, de hecho, llegó para restaurarla, no lo hizo, pero eso no quita para que muchos cubanos deseen reiniciar su historia donde se quedó cuando Fulgencio Batista dio el golpe en 1952. China nunca fue una una democracia, y Vietnam menos aún. Cuando sus líderes aflojaron el dogal no tenían referente alguno al que regresar.
La segunda es de carácter geográfico. La geografía pesa. Cuba está a cien kilómetros de Florida. China y Vietnam no. La cercanía geográfica hace mucho. Los países vecinos siempre se terminan pareciendo. Por eso España y Francia son tan similares en tantas cosas. Estar cerca trae desplazamientos continuos, y con las personas se desplazan también sus ideas. No hablo ya del poder blando, la televisión, la música o el deporte, que entre vecinos se intercambia a gran velocidad.
Raúl Castro se encuentra ante un abismo. Y está solo. Ya no tiene al líder máximo a su lado
La tercera es migratoria. El 20% de la población cubana vive fuera del país. Casi todos los cubanos tienen familiares o amigos en el extranjero. Estos exiliados no se conformarán con un cambio que solo implique el reconocimiento de la propiedad privada. Las dos grandes comunidades cubanas en el exterior, radicadas en EEUU y España, llevan demasiado tiempo combatiendo al castrismo como para que ahora se contenten con una simple reforma económica que, por lo demás, perpetúe al Partido en el poder.
Por último, la cuarta razón por la que el modelo chino-vietnamita no me parece aplicable en Cuba es de tipo histórico. Simplemente llegan tarde. China arrancó sus reformas a finales de los 70, en 1978 concretamente. Vietnam hizo lo propio en 1986 a través de un programa que el Gobierno denominó «Renovación». Todo sucedió mucho antes de que el bloque del este colapsase. Tuvieron tiempo de fundar una nueva legitimidad socialista sin vínculos con el marxismo-leninismo, al menos el económico. Cuba tendría que hacerlo casi 30 años después de la caída del Muro y sin apenas margen de maniobra.
Así las cosas Raúl Castro se encuentra ante un abismo. Y está solo. Ya no tiene al líder máximo a su lado. Quizá en el 89 se sentía tentado por reformar el sistema para continuar en el poder. Hoy ya sabe que eso es imposible. Y no le queda mucho tiempo, tiene 85 años (cuando leyó «Perestroika» tenía 56), una salud delicada y quiere morir mandando. Luego hará poco o directamente nada. El sistema que tiene le garantiza continuar al frente del país. Luego, a su muerte, ya se verá. Vendrán otros más jóvenes, con más tiempo por delante, que se encontrarán ante idéntico dilema. Pero tendrán que ser ellos los que lo resuelvan.
Ya que Castro II tiene una salud delicada -quién no la tiene a los 85 años-, habrá que pensar en quien pueda ser el sucesor y en lo que hará…