¿Por qué se ha disparado la violencia en México?

Hasta el mes de noviembre habían sido asesinadas en México un total de 23.101 personas, un promedio de 2.100 homicidios mensuales, unos setenta al día. Para que pongamos esta cifra en perspectiva, en España en todo 2016 fueron asesinadas 292 personas, es decir, unas 24 al mes. En México se asesina a 24 personas cada ocho horas. Este año es el peor de la serie desde que empezaron a contabilizar los muertos en 1997, pero en México están tristemente acostumbrados a la violencia. Desde 2007 el número de los llamados «homicidios dolosos» no ha bajado ningún año de los 10.000. Registró un pico entre 2010 y 2011, volvió a bajar hasta los 15.000 homicidios de 2014 y desde entonces ha subido con fuerza: 17.000 en 2015, 20.000 en 2016 y los 25.000 con los que se cerrará 2017.

Las causas de esta orgía de violencia son múltiples y sus orígenes hay que ir a buscarlos a los años 90, cuando se produjo un hecho que ha resultado trascendental para la historia de México. A mediados de esa década la caída de los dos grandes cárteles colombianos (Medellín y Cali) trasladó el centro neurálgico del tráfico de drogas hasta México. Tenía cierta razón de ser desde el punto de vista logístico. Los capos colombianos producían la droga, pero precisaban de transportistas para introducirla en EEUU, que es el principal mercado de estupefacientes del mundo. México a diferencia de Colombia comparte con EEUU más de tres mil kilómetros de frontera que, en muchos casos, es tremendamente porosa.

En 2006, con los nuevos cárteles mexicanos en pleno auge, llegó Felipe Calderón a la presidencia. Enfocó el problema desde una óptica militar, había que declarar la guerra al narcotráfico. La guerra no se hace con agentes de policía, se hace con soldados, armas de asalto y vehículos artillados. No era la primera vez que se hacía. Dos años antes, en 2004, Vicente Fox ya había despachado tropas a Tamaulipas para combatir a los cárteles que, a su vez, peleaban entre ellos. Calderón dio por bueno el método y consideró que una ofensiva total poniendo todo lo que tenía era el único medio de liquidar a estas organizaciones criminales.

A finales de 2006 envió a 6.500 soldados a Michoacán para acabar con los cárteles de ese Estado. Daba así comienzo la «guerra del narco«, que aún continúa y que ha costado cientos de miles de bajas. Calderón no consiguió hacer desaparecer el narcotráfico, así que fue redoblando la apuesta hasta poner sobre el terreno a más de 250.000 efectivos del Ejército. El Estado tenía armas y gente que las sabía usar, los narcos tenían dinero, mucho, miles de millones de dólares con los que podían sobornar a todo el mundo, desde diputados a alcaldes pasando por los propios policías o los jueces. EEUU, por su parte, estaba encantado. La guerra que ellos mismos habían declarado a la droga décadas antes la estaban librando los mexicanos poniendo muertos mexicanos y empleando armas mexicanas.

El plan maestro de Calderón era muy similar al de los Gobiernos colombianos de los 90: descabezar a los cárteles atrapando y encarcelando a los capos. Y los capos fueron cayendo uno a uno. Algunos cárteles incluso fueron disueltos. Un éxito, ¿no? No exactamente. Pronto aparecieron nuevos cabecillas y organizaciones. Tan pronto como se desarticulaba un cártel en un rincón del país otro aparecía en el rincón opuesto, o lo hacían varios de pequeño tamaño que, además de dedicarse al narcotráfico, se empleaban en otros delitos como el secuestro, la extorsión o el robo.

De esos «delitos menores» debería haberse encargado la policía, pero ésta en México está muy mal financiada y se encuentra atravesada por la corrupción. Algo similar sucede con la judicatura. De nada sirve atrapar al Chapo Guzmán o a Francisco Javier Arellano Félix para sacarlos esposados por televisión si luego infinidad de grupos criminales siembran el terror por los municipios. De esta manera la violencia, que antes se concentraba entre los miembros de los cárteles, se generalizó al grueso de la población. Esta violencia de baja intensidad pero mucho más extendida no es tan visible como las batallas campales entre narcos y, además, es mucho más difícil de erradicar. Especialmente si se tiene en cuenta que la corrupción afecta a todos los niveles del Estado.

Los pandilleros y las mafias locales pueden permitirse sobornar a los policías municipales y a los jueces. El que decide a título personal no recibir coimas prefiere callarse y fingir que no ve nada. Tampoco podemos pedir heroísmo a un funcionario local mal pagado. La ley del silencio impera en en el interior de México y quien la rompe lo paga con su vida. Ese ha sido el destino de muchos periodistas. Desde que Peña Nieto es presidente han asesinado a 36. En muchos casos estos homicidios ni se investigan ni se juzgan porque quien tiene que hacerlo está a sueldo de los criminales.

Y así, entre corrupción e impunidad, el Estado va desapareciendo. De ahí la expansión de los cuerpos de seguridad privada, o los linchamientos que se producen en algunas zonas rurales, o los grupos de autodefensa que proliferan en los Estados norteños. Nadie confía ni en policías ni en jueces, es decir, en el aparato de seguridad del Estado al que le entregamos el monopolio de la violencia y del derecho.

Esto tiene un arreglo complicado porque no se soluciona cambiando al presidente ni a los diputados del Congreso. Tampoco se resuelve inundando el país con unidades militares que poco o nada pueden hacer contra el robo o las extorsiones de todos los días. Las reformas tienen que venir desde abajo y ser extremadamente profundas, empezando en los mismos municipios y reorganizando y limpiando todo el sistema judicial. La lucha contra la violencia en México pasa por la lucha contra la corrupción y contra la impunidad. Son tres cabezas de la misma hidra que se retroalimentan mutuamente.

Este es uno de los desafíos, quizá el más importante, que tiene sobre la mesa el próximo presidente que llegue tras las elecciones del próximo mes de julio. Muchos más tropiezos el país ya no se puede permitir.

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1 Comment

  1. Declararle la guerra al narco es un brindis al sol que cualquier gobierno celebra por lo popular que resulta y la inmensa cantidad de recursos públicos que puede gestionar sin grandes explicaciones. Ahora bien, declarar una guerra solo tiene sentido si se conocen los objetivos de la misma y se conoce al enemigo.
    Si los objetivos eran, acabar con la violencia, con la corrupción, con la demanda , con la oferta, con el tráfico…dan igual, no se ha conseguido ninguno. Se ha perdido. Si no se sabe que el narco está en la policía, en la política y en la judicatura, tiene más dinero y una enorme aceptación. Nunca se ha podido ganar.
    Mientras Méjico se va convirtiendo en un narco estado, la violencia fluctúa entre lo escandaloso y lo inaceptable como termómetro de la impotencia gubernamental.
    Un cordial saludo.

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