
El pasado domingo se celebraron elecciones presidenciales en Bielorrusia, un pequeño país de 9,5 millones de habitantes emparedado entre Rusia, Ucrania, Polonia y las repúblicas bálticas. El ganador de las mismas fue por sexta vez consecutiva Aleksandr Lukashenko, un antiguo funcionario soviético que rige los destinos del país con mano de hierro desde hace 26 años. La victoria de Lukashenko el domingo fue, como en todas las ocasiones anteriores, arrolladora. Se hizo con el 80% de los votos, pero la oposición, capitaneada por la independiente Svetlana Tijanovskaya denunció fraude electoral en medio de un levantamiento popular que ha ido ganando volumen a lo largo de los dos últimos días.
Tijanovskaya abandonó ayer el país y se exilió en la vecina Lituania al tiempo que pedía a los bielorrusos que no se enfrenten a la policía para evitar males mayores. La policía bielorrusa reprime con gran dureza cualquier tipo de manifestación contra un régimen apoyado por el Kremlin, pero fuertemente cuestionado por la Unión Europea. Es posible que si los problemas internos en Bielorrusia se intensifican el asunto escale y se forme un nuevo foco conflicto entre Moscú y Bruselas. Pero lo cierto es que nada importante se despacha allí. Lukashenko lleva un cuarto de siglo ejerciendo un poder sin cortapisas. Los rusos podrían prescindir de él, pero no de su régimen.
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