
Este fin de semana se produjeron altercados graves en Jerusalén a causa de una sentencia judicial del Tribunal Supremo de Israel que ordena el desalojo de cuatro familias palestinas que residen en unos terrenos disputados desde hace varios años en un vecindario del este de la ciudad. La policía se empleó a fondo y las protestas no tardaron en escalar. Horas más tarde los disturbios se desplazaron hasta la explanada de las mezquitas, que la policía había tomado para evitar que el final del Ramadán sirviese como coartada para nuevos enfrentamientos. No sirvió de mucho. Frente a la mezquita de Al-Aksa se reunieron miles de fieles y aquello dio lugar a nuevas protestas, esta vez mucho más violentas. De este modo, lo que había empezado como un asunto local de poca importancia se convirtió en una batalla campal con ramificaciones políticas e impacto internacional.
La situación podría empeorar porque desde la franja de Gaza las milicias de Hamas han aprovechado la ocasión para emprender un ataque con cohetes hacia Jerusalén. Por ahora hay que lamentar 24 muertos y unos 300 heridos, todos como consecuencia de los ataques realizados desde Gaza. Israel ha respondido con bombardeos aéreos sobre la franja. La crisis llega en un momento político especialmente delicado. En Israel no se termina de formar Gobierno tras la celebración de las cuartas elecciones en dos años. Netanyahu teme perder el poder por primera vez en doce años. En Palestina su presidente, Mahmud Abás, pospuso indefinidamente las elecciones palestinas hace sólo unos días, algo que ha provocado escisiones en su partido y que Hamas se crezca. Los intereses políticos de ambos líderes coinciden. Un cóctel de inestabilidad política y rabia contenida que podría terminar convirtiéndose en un enfrentamiento a gran escala.
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