Ahora es la hora

Todo listo para la más grande ocasión que vieron los siglos pasados y verán los venideros. Los cimientos jurídicos del referéndum ya están en su sitio, los políticos ha llevado algo más de tiempo volcarlos y asentarlos. La tragicomedia en dos actos de esta semana lleva cuatro décadas larvándose sin que nadie dijese nada. Más bien al contrario. Pocas cosas han sido más populares en España que el nacionalismo, el catalán especialmente, pero no sólo. Enterrado el nacionalismo español bajo una losa de tonelada y media en Cuelgamuros, tomaron su relevo una serie de trasuntos en miniatura que se han apoderado de un número pequeño pero significativo de regiones.

Mimados por todos y cada uno de los Gobiernos desde Adolfo Suárez, cortejados por el espectro político al completo y agasajados sin pausa por la socialdemocracia triunfante tras la muerte de Franco, los nacionalismos periféricos nunca encontraron problemas para hacer de su capa un sayo.

Cabría preguntarse por qué el nacionalismo tiene ese extra de legitimidad en España. En el resto de Europa y, por descontado, del mundo no sucede nada similar

Formaban parte del consenso y como tal eran sagrados. Estaban ungidos por la legitimidad, que viene siempre antes de la legalidad, esa inevitable consecuencia de la anterior. Y si de algo han ido sobrados los nacionalistas catalanes ha sido de legitimidad. Es natural y consecuente que ahora reclamen que esa legitimidad se transforme en legalidad al contado por la vía de los hechos.

Cabría preguntarse por qué el nacionalismo tiene ese extra de legitimidad en España. En el resto de Europa y, por descontado, del mundo no sucede nada similar. En algunos lugares se admite e incluso promociona el localismo, pero jamás el nacionalismo entendido al modo decimonónico, porque estas alturas todos saben que es compañero inseparable de problemas dado su componente identitario.

Probablemente se deba a que el Estado español vive en permanente complejo desde el 78. Complejo que nace de cierto sentimiento de bastardía azuzado por la izquierda desde el momento fundacional de la Transición, que no fue tan modélica como quieren hacernos ver. Estuvo plagada de improvisaciones y soluciones temporales que, más que resolver los problemas, los aplazaron sine die en espera de mejor ocasión.

Y en estas nos encontramos cuarenta años después, con el Estado buscando infructuosamente un encaje adecuado para esta autonomía o aquella. Un encaje que siempre e invariablemente se traduce en el chantaje permanente de las élites políticas regionales a las nacionales. Una batalla sin tregua por el presupuesto que ha terminado por enquistarse en el lugar del país donde más dinero recauda el Estado. Nada extraño si partimos del hecho que un Estado reducido a su expresión elemental no es más que una base fiscal, un presupuesto y un grupo organizado que vive de él. El resto son juegos florales, banderitas y la selección de fútbol. La voluntad de las élites regionales ha sido más firme y venía bendecida por ese estatuto de limpieza de sangre del que el Estado carecía. El resultado lo vemos ahora: cuatro décadas tratando de aplacar a la fiera con cesiones y golpes en el pecho. El que cede, no lo olvidemos, concede.

El nacionalismo catalán moderno, hijo de la burguesía barcelonesa y de su insufrible complejo de superioridad, sabía que cualquier transformación pasaba por modelar la cultura a su antojo. Una vez los resortes culturales estuviesen en sus manos el resto vendría solo. Un fenómeno similar se ha producido en todo Occidente con las descabelladas ideas de la izquierda postmarxista. El consenso de una casta miope y medio tonta, obcecada en cuadrar el déficit y gestionar la agencia tributaria para luego repartir pagas a discreción y comprar votos es, en última instancia, lo que nos ha llevado a esto.

Así, mientras los sorayos de los dos partidos que han pasado por la Moncloa se centraban en «lo que de verdad importa a los españoles» esos mismos españoles se interesaban en otras cosas. El producto final, acabado, de esa nueva cultura nacionalista y ferozmente antioccidental son los diputados autonómicos de la CUP que levantaban el puño en el ‘Parlament’ mientras cantaban Els Segadors a voz en cuello el miércoles por la noche.

Las ruedas de la historia las mueven minorías hiperlegitimadas que han sabido apoderarse del discurso de su tiempo

Ellos, sólo diez recordemos, son los que han hecho saltar la caja. Las ruedas de la historia no las mueven las masas, eso es una fantasía del marxismo que se vende bien y que los bobos compran con entusiasmo, pero no es cierto. Las ruedas de la historia las mueven minorías hiperlegitimadas que han sabido apoderarse del discurso de su tiempo. Con eso en el morral no es necesario mucho más. El resto cae como fruta madura.

La batalla, por lo tanto, no es política ni, mucho menos, jurídica como cree esa calamidad con la oposición aprobada que ocupa la vicepresidencia. La batalla es cultural. Y esa si no está ya perdida está cerca de perderse. Tanto en Cataluña como en el resto de España.

El independentismo catalán, hoy por hoy eminentemente de izquierdas, no se ha echado al monte porque quiere, sino porque puede, o al menos así lo perciben ellos. Les ha fallado quizá el momento. Lo han adelantado asumiendo que estaba la faena concluida pero no, aún no lo está. Falta que desaparezcan las dos o tres generaciones que no han sido aculturadas en el magma nacionalista. Pero como revolucionarios que son la prisa les pierde. Quieren ser ellos los que hagan la revolución para libar luego de sus mieles, no que la hagan sus hijos y a ellos les pille de viejos todo el tinglado emancipador y sus substanciosas rentas.

Ningún Estado se ha dejado birlar la caja por las buenas, y más cuando quienes pretenden apropiársela carecen de un respaldo popular mayoritario y dispuesto a sacrificios personales

Pero para pasar a la siguiente fase hará falta algo más que levantar el puñito a la par que se corea una tonada patriótica. Lo siguiente ya no es ni jurídico ni declarativo, lo siguiente es real. Pasado el paripé del referéndum el día dos tienen la agenda repleta. Tienen que desarmar al ejército, la policía y la Guardia Civil y pedirles cortésmente que se marchen, tienen que colocar puestos fronterizos con su preceptiva aduana, tienen que adueñarse de la recaudación. Tienen, en definitiva, que pasar de las palabras a los hechos.

Las palabras se las lleva el viento y lo más que pueden entrañar es un proceso judicial que, como el del 9-N, tarde dos o tres años en resolverse. Las consecuencias de la acción son inmediatas. Ningún Estado se ha dejado birlar la caja por las buenas, y más cuando quienes pretenden apropiársela carecen de un respaldo popular mayoritario y dispuesto a sacrificios personales.

El nacionalismo catalán está hecho a los desfiles y a tenerlo todo fácil. El Estado jamás peleó nada allí, hoy de hecho su presencia es apenas perceptible más allá de la Agencia Tributaria, como tuvimos ocasión de comprobar con motivo de los atentados terroristas del mes pasado.

El segundo párrafo de Els Segadors después del estribillo dice textualmente que ahora es la hora de estar alerta, de afilar bien las herramientas. Parece escrito para la ocasión porque lo que viene no es precisamente una butifarrada popular a las que son tan aficionados los chicos de la CUP. Es la conclusión lógica de algo mal hecho desde el principio que tuvo como remate cuarenta años de desidia.

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