Alemania, el discreto encanto de la estabilidad

Este domingo se celebrarán elecciones en Alemania. Deberían estar corriendo ríos de tinta sobre el tema desde hace semanas habida cuenta de la importancia y el peso específico del país, pero no, no es así, con Alemania rara vez es así. En dos años la Bundesrepublik cumplirá su septuagésimo aniversario y, a pesar de ser un gigante en casi todo, no lo es en cuestiones políticas. En Alemania la política siempre es secundaria. Casi nadie sabría decirnos quién es el presidente de la República y, si conocemos el nombre del canciller, es más a su pesar que otra cosa. Políticos hay, claro, y muchos, pero los alemanes se las han arreglado para que el país esté a otras cosas y no a sus caprichos.

En cierto modo el viejo sueño de Ludwig Erhard y Konrad Adenauer se ha hecho realidad. Una tranquila república centroeuropea sin problemas de identidad, en paz con Dios y con los hombres, dedicada a fabricar productos caros, a las finanzas, a la artesanía de alto standing y a llenar el mundo de turistas con dinero para gastar.

Una receta sencilla condensada en moneda estable, Gobierno estable y apertura al mercado mundial. No es extraño que hayan terminado en esto. Los alemanes, un pueblo de natural pacífico aunque se nos antoje lo contrario, quedaron inmunizados de politiqueo no sé si para los restos, pero sí para un siglo tras las dos guerras mundiales y las convulsiones políticas que las precedieron.

La consecuencia de ese desdén hacia lo político, ese enjaular a sus profesionales primero en Bonn y luego en Berlín sometiéndolos a la desconfianza general, es que las elecciones alemanas nunca fueron animadas. Ni cuando Schröder descabalgó a Kohl de su trono allá por 1998 se calentó la cosa. Pero incluso aquellos comicios desembocaron en un pacto porque en Alemania siempre se pacta. Schröder llegó a un acuerdo con Los Verdes, los incorporó al Gobierno y seis años más tarde entregó el país a Angela Merkel, que también pactó para acceder a la cancillería.

Alemania, en definitiva, es el paraíso del pactismo. Pactan todos con todos, las excepciones son mínimas. Actualmente gobierna una gran coalición entre los dos principales partidos: el conservador CDU y el socialdemócrata SPD. Ambos se repartieron las carteras ministeriales a finales de 2013. Nada especial. Reeditaron un pacto anterior suscrito en 2005 y han gobernado plácidamente todo este tiempo sin más contratiempos que la crisis de los refugiados de hace un par de años.

En todos los grandes asuntos hay consenso. En los que no lo hay se liman las diferencias con dinero

En todo lo demás reina la calma. La cancillería, Interior y Economía los ocupa la CDU; la vicecancillería, Justicia y Asuntos Exteriores el SPD. Más que un Gobierno parece un consejo de administración de una GmbH alemana. Y quizá lo sea. En todos los grandes asuntos hay consenso. En los que no lo hay se liman las diferencias con dinero.

Porque en la Alemania de Merkel si algo sobra es dinero. El país roza el pleno empleo y absorbe miles de inmigrantes llegados de todo el mundo cada año. Ha terminado absorbiendo incluso al medio millón de refugiados de los últimos años. El motor económico alemán no se ha gripado tal y como predecían los agoreros hace unos años. Todo lo contrario. El país crece con fuerza desde hace una década, sus habitantes ahorran sin privarse de consumir y ese ahorro propulsa la inversión dentro y fuera de casa.

Las reformas que introdujeron primero los socialdemócratas y luego los conservadores en el oneroso estado del bienestar germano han obrado maravillas. Hoy en Alemania emprender en mucho más sencillo, los impuestos son más bajos que en el sur de Europa y la impecable calificación crediticia del país invita a la inversión extranjera. Un círculo virtuoso inextricablemente atado a la estabilidad política que los alemanes no quieren romper bajo ningún concepto. No es casual que casi todas las firmas bancarias que se disponen a salir de Londres a causa del Brexit se hayan fijado en Fráncfort y no en París.

Sin maximalismos, sin enredos, sin consentirse la más mínima concesión a la ideología. Y ya es curioso porque aquel fue el país que parió todas las ideologías durante el siglo XIX

Por una razón tan prosaica las elecciones no interesan a nadie, ni siquiera a los propios alemanes, que votarán el domingo en piñón fijo por alguno de los dos principales partidos. Saben de antemano que pactarán entre ellos o que el ganador -seguramente Merkel- lo hará con el que le aporte los escaños necesarios para tirar hasta 2021. Sin maximalismos, sin enredos, sin consentirse la más mínima concesión a la ideología. Y ya es curioso porque aquel fue el país que parió todas las ideologías durante el siglo XIX. Como reza el lema de una conocida marca de chocolatinas alemanas: «Quadratisch. Praktisch. Gut» (Cuadrado. Práctico. Bueno).

La única sorpresa sería que se alterase la distribución de escaños por abajo. Es posible que los liberales del FDP hagan su reentrada en el Bundestag después de cuatro años relegados a los parlamentos regionales. Si lo hacen con fuerza podrían volver también al Gobierno como hicieron entre 2009 y 2013. Ídem con Alternative für Deutschland, los populistas de derecha locales que crecieron al calor de la crisis del verano de 2015 pero que se han quedado estancados. Los radicalismos y, mucho menos, los esencialismos no gustan en Alemania.

El comunismo no es popular en Alemania a pesar de que ellos lo inventaron. Sus líderes tampoco pueden explotar el desempleo y la frustración colectiva. No pueden hacerlo porque el desempleo es mínimo y los alemanes no están frustrados

En la izquierda no hay novedades. Se la reparten tres formaciones. El propio SPD, Los Verdes y los nostálgicos de la RDA agrupados en Die Linke. Entre ambos sumaron en las anteriores elecciones poco más del 40% del electorado. Los votos circulan de un partido a otro pero son incapaces de capturar ni uno más. El SPD es un partido del sistema, Los Verdes en cierto modo también desde que Joschka Fischer accediese a entrar en el Gobierno con Schröder hace casi 20 años, y Die Linke atiende a un tipo de electorado muy concreto en los länder del este y entre la extrema izquierda de todo el país.

Pero el comunismo no es popular en Alemania a pesar de que ellos lo inventaron. Sus líderes tampoco pueden explotar el desempleo y la frustración colectiva, esa veta sobre la que se lanzó Podemos en España o Syriza en Grecia durante la crisis. No pueden hacerlo porque el desempleo es mínimo y los alemanes no están frustrados. Todo lo contrario, ganan excelentes sueldos y tienen expectativas reales de mejora. El ascensor social, en definitiva, funciona en Alemania a pleno rendimiento. No vale de nada prometer el cielo cuando no hay nadie que quiera comprarlo.

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