
Todo el oro del mundo, desde el que los sumerios sacaban de los ríos en tiempos bíblicos hasta el que se extrajo ayer por la tarde en una mina sudafricana, desde la máscara de Tutankamón a su anillo de casado, cabe en unas 70 piscinas olímpicas. El oro es extremadamente escaso. Si lo juntásemos todo y lo pusiésemos sobre una balanza gigante el stock mundial pesaría, aproximadamente, unas 180.000 toneladas, es decir, lo mismo que el aceite de oliva que produce la provincia de Córdoba en un solo año. Su cantidad crece muy lentamente, del orden de unas 1.000 toneladas al año.
La escasez es quizá la característica más distintiva del oro y la principal razón por la que la especie humana valora tanto este metal desde la noche de los tiempos. Pero no la única. Es dúctil, maleable y no extremadamente duro. Se funde a una temperatura razonable, sólo 1.064 ºC, lo que lo convierte en el metal ideal para estandarizarlo en piezas iguales, es decir, para convertirlo en moneda. Gracias a su inconfundible color amarillo, tan peculiar que a esa tonalidad la llamamos dorada, es muy difícil de falsificar. Es eterno, no se deshace nunca, no se oxida y no pierde cualidades. Reconstruirlo es relativamente sencillo y, por su escasez, posee un valor unitario altísimo.
Tantas y tan buenas cualidades no pasaron desapercibidas a nuestros antepasados. De ahí que, no sabemos cuando pero hace mucho tiempo, lo eligieron como instrumento preferente de pago y reserva de valor. A diferencia de otros metales o de bienes perecederos como las semillas o el ganado, el oro guarda una excepcional relación entre accesibilidad, transformabilidad, estabilidad química y valor en el tiempo. Es, en definitiva, el sinónimo mismo del dinero y, como tal una institución evolutiva al mismo nivel que, por ejemplo, el derecho.
Todas las civilizaciones avanzadas del pasado lo utilizaron para sus intercambios o lo transformaron en obras de arte que aumentaban aún más el valor de la materia prima, con la ventaja de que, llegado el momento, la estatuilla o el collar ritual podían trasformarse fácilmente en cualquier otra cosa, o cosas. Porque el oro, gracias a su maleabilidad, puede ser reducido a su mínima expresión en forma de finísimas láminas como las del llamado pan de oro. Así, de un solo lingote pueden salir decenas de miles de estas láminas que pueden luego ser transportadas sin esfuerzo o estamparse en los lugares más insospechados. Ningún metal ofrece tantas ventajas en lo que a valor ser refiere.
Esa es la razón por la que el ser humano lleva tantos siglos queriéndolo acumular para luego comerciar con él. Como es el bien más vendible y atesorable de la naturaleza proporciona al individuo una doble soberanía: la del consumidor y la del ahorrador. El oro se puede intercambiar por cualquier cosa porque es universalmente aceptado, y mantiene su valor en el tiempo o lo acrecienta. Por eso los tiranos de todos los tiempos lo han envilecido o lo han rapiñado. Ningún autócrata puede permitirse que sus súbditos gocen de autonomía y, mucho menos, de soberanía. Antiguamente los reyes bajaban la ley de las monedas para apropiarse de su contenido precioso. A partir del siglo XX no hizo falta. Los gobernantes, persuadidos por ciertos profesores universitarios de que era una bárbara reliquia, parieron el papel-moneda y lo desvincularon de su respaldo metálico. A partir de ahí pudieron gastar a manos llenas porque, aparentemente, el Estado dispone de una inagotable fuente de dinero fiduciario, es decir, de papel pintado que el propio Estado declara como dinero sin más garantía que su palabra.
La ruptura se produjo a principios de los años 70. Desde entonces el dinero va por un lado y el oro por otro, o al menos eso es lo que nos han hecho creer. El hecho es que el oro sigue actuando como referente de valor y se acumula y comercia con él más que nunca en toda la historia de la humanidad. En las últimas cuatro décadas se ha extraído de las minas el 40% del stock mundial. El precio de la onza (31 gramos) no ha hecho más que aumentar. En 1971 una onza costaba 35 dólares, hoy ronda los 1.300. La cantidad de oro ha crecido bastante pero la de dólares se ha disparado en una descontrolada orgía de emisión de dinero de nueva creación. Nosotros los individuos, que a pesar del Gobierno seguimos sabiendo lo que vale y lo que no, nos refugiamos en el oro, que prestó grandes servicios a los que nos precedieron. Tal vez porque ese metal lejos de ser vil y corruptor, sigue siendo el mejor aliado para conservar y multiplicar la riqueza.
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