
Han pasado ya más de dos meses desde que Jamal Khashoggi fue asesinado y descuartizado en el consulado saudí de Estambul y nada ha cambiado en las relaciones entre Estados Unidos y Riyad. Donald Trump se limitó a condenarlo con la boca pequeña en su momento y el asunto ha tratado de olvidarse. ¿Khashoggi?, ¿quién es Khashoggi?, preguntan muchos haciéndose los tontos en la Casa Blanca y sus aledaños.
La CIA y el departamento de Estado están convencidos de que la orden de liquidar al incómodo colaborador del Washington Post partió del príncipe heredero Bin Salman, pero un silencio espeso reina por doquier. De tratarse de otro país estarían exigiendo responsabilidades. Muchos se cuestionan por qué EEUU no dice está boca es mía y esquiva la cuestión siempre que puede. Vamos a ver las razones.
En la disputa Saúd vs ayatolás andan cautivos los iraníes y los árabes, andan de cabeza en Oriente medio, en particular, y en el mundo musulmán, en general, y andamos pringados el resto del mundo. Es poco probable que alguno de los presentes vea el final del conflicto, pero a tiempo estamos de verlo amainar o recrudecerse. De momento, tras frenar los intentos de la teocracia Chií por nuclearizarse militarmente, toca frenar a la teocracia Suní en su intento de nuclearizarse militarmente, con la pega en esta ocasión de que mientras los ayatolás no ocultaban su deseo de nucleraizarse para defenderse, los Saúd andan con el cuento de la energía alternativa. El caso es que Occidente ya eligió proveedor de petróleo y de negocios pingües hace mucho tiempo, no porque los Saúd fuesen menos malos, sino porque los ayatolás renunciaron al mundo en una maniobra autárquica que les ha costado la iniciativa, la reputación y un dineral incalculable. Ahora bien, si los Saúd se salen con la suya, la consecuencia solo podrá ser una: más pringue para todos.
Un cordial saludo.