
Se ha cumplido este mes el segundo aniversario de la muerte de Fidel Castro y el primer semestre de Miguel Díaz-Canel como presidente de Cuba. Hace poco más de tres meses, a finales de julio, la Asamblea Nacional aprobó una nueva Constitución, un simple lavado de cara que no cambiará ni un ápice la naturaleza del régimen.
Las esperanzas de una reforma en profundidad han quedado por lo tanto diluidas y ya nada invita a esperar que algo importante cambie en la isla, al menos hasta la desaparición física de Raúl Castro, que con 87 años aún sigue operando en la sombra. Un impasse de espera que puede ser más largo de lo que pensamos y que coloca a Cuba y a todos los cubanos en el peor de los escenario, el de un castrismo sin Castro.
Cuando se puso en marcha el reloj de la revolución se paró el de la prosperidad. Y hasta hoy, pendientes de una nueva constitución que le siga dando cuerda a aquel reloj revolucionario que congeló la isla condenando a los cubanos al exilio o la mísera sumisión. Y el reloj sigue marcando las horas y las décadas gracias a que el mayor logro de la revolución ha sido convencer a la mayoría de los cubanos de que otra Cuba es posible pero no merece la pena la somanta de palos que se reciben al pedirla, y gracias también a que el devenir de los acontecimientos ha convertido la prosperidad de los cubanos en algo irrelevante para el resto de mundo. Así que los cubanos son los presos perfectos, embarrados en el presente, mirando hacia el pasado, desesperanzados del futuro y olvidados del mundo. Y los carceleros reformando el reglamento. Conmiseración desde España.
Un cordial saludo.