
Una de las certezas que todos teníamos el día 14 de marzo por la noche cuando Pedro Sánchez anunció que el país quedaba confinado durante (como mínimo) quince días era que el déficit público se iba a disparar. El déficit, no hace falta que lo explique, es la diferencia entre gastos e ingresos del Estado. Podemos medirlo de manera directa y absoluta o en porcentaje del PIB. Los políticos suelen emplear la segunda fórmula porque así muestran un frío porcentaje que la gente no entiende muy bien. Si te dicen que el déficit es del 2,8% del PIB tampoco te están diciendo gran cosa porque lo habitual es que no se sepa cuál fue el PIB del año en curso. Mucha gente ni siquiera sabe lo que es el PIB. En 2019 el PIB fue del 2,8% o, lo que es lo mismo, 35.637 millones de euros que el Estado gastó por encima de sus ingresos no financieros.
Lo ideal sería que el Estado gastase la misma cantidad de dinero que ingresa como hace cualquier persona responsable o incluso un poco menos para ahorrar algo por si vienen mal dadas, pero eso no es lo normal, al menos en países como España, donde el estado ha incurrido en déficits presupuestarios todos los años desde 1980. Con la excepción de los ejercicios de 2005, 2006 y 2007, cuando registró un pequeño superávit en plena burbuja inmobiliaria con la recaudación disparada, el Estado español es adicto a los descuadres. En 2008, según empezó la crisis, el déficit se fue al 4,5% y al año siguiente, ya en plena burbuja expansiva de gasto público, se puso en el 11,2%.
En 2011 el zapaterismo naufragó engullido por un déficit del 9,7% y una deuda que superaba el 85% del PIB
En 2010 vino el primer ajuste presupuestario. Por ajuste hay que entender que se puso fin a la fiesta de incremento continuo del gasto público. No fue por convencimiento, sino porque Bruselas advirtió que el déficit no podía pasar de ahí. En 2011 el zapaterismo naufragó engullido por un déficit del 9,7% y una deuda que superaba el 85% del PIB. Para que nos hagamos una idea de lo que supuso aquel festín de gasto público, la deuda sobre PIB en 2007, un año antes de empezar la crisis, era del 35%.
Durante los años de Rajoy el gasto se mantuvo e incluso se incrementó, pero conforme se recuperaba la recaudación el déficit fue bajando hasta quedarse en un 2,4% en 2018, año en el que se produjo el cambio de Gobierno. Eso es lo que se encontró Pedro Sánchez. Una economía que no iba especialmente bien, pero tampoco especialmente mal. De no haberse presentado la pandemia habría espacio para expandir el gasto sin que la recaudación se resintiese demasiado, es decir, habría dinero “para hacer política” como le dijo Zapatero a Pedro Solbes hace unos años cuando pensaba que de aquello sólo se podría salir gastando sin medida.
Pero la pandemia se ha presentado y con ella un cortejo de miseria y malestar que ha disparado el gasto público haciendo trizas la actividad económica y la recaudación subsiguiente. Según la Agencia Tributaria la recaudación ha caído aproximadamente un 10% en 2020 mientras el gasto público se ha ido por las nubes. Es previsible que, a lo largo de 2021, conforme vaya disipándose la crisis sanitaria la recaudación se recupere levemente, pero el gasto no lo hará; ya por motivos ideológicos de este Gobierno, ya porque hay que devolver lo que se ha gastado que en su mayor parte ha sido a crédito.
Nos encontramos frente a un efecto trinquete de manual. Ilustrémoslo con un ejemplo del pasado para que se entienda. El brutal aumento de gasto público en 2008 vino justificado por la crisis financiera, pero una vez pasada ésta se mantuvieron los niveles de gasto o aumentaron. Ahí están los números para demostrarlo. En 2007 el Estado gastó 422.000 millones de euros, en 2012, punto álgido de la crisis, el gasto fue de 501.000 millones. A partir de 2013 comenzó la recuperación, que fue lentísima, pero nunca se volvió a los niveles de gasto de 2007 ya que en 2018 el gasto público fue de 501.000 millones y en 2019 de 523.000 millones.
Cuando se destruye tejido productivo y la recaudación se derrumba, tarda un tiempo en reconstruirse y sólo lo hace si el ambiente es el adecuado, cosa que con el espíritu anti-empresa, anti-emprendimiento y anti-sector privado de este Gobierno no se da en absoluto
Es de esperar que el aumento de gasto actual se consolide o, al menos, trate el Gobierno de consolidarlo. Lo que no sabemos bien es cómo lo hará porque cuando se destruye tejido productivo y la recaudación se derrumba, tarda un tiempo en reconstruirse y sólo lo hace si el ambiente es el adecuado, cosa que con el espíritu anti-empresa, anti-emprendimiento y anti-sector privado de este Gobierno no se da en absoluto. Luego, todo indica que Sánchez y su ministra están condenados a perseverar en el desfase entre gastos e ingresos mientras pueden hacerlo.
Actualmente el Tesoro está enchufado al respirador del BCE, que se mantendrá operativo mientras en Bruselas consideren necesario. ¿Cuánto tiempo será eso? Lo desconocemos, seguramente hasta el final del primer semestre, luego verán cómo está la cosa y lo prolongarán o no. Por de pronto pueden seguir colocando papel sin que se resienta la prima de riesgo. Sumémosle a eso el paquete de ayuda a fondo perdido y tenemos seis o siete meses tranquilos para Sánchez. Lo que viene después es una incógnita.
En la anterior crisis se pensó que tras los planes E y con los estabilizadores automáticos funcionando a pleno rendimiento, las empresas volverían a contratar y los españoles a consumir, pero eso no sucedió. Las empresas que no quebraron se limitaron a restaurar sus balances y a redimensionarse para soportar mejor las vacas flacas. Algo me dice que estamos ante un escenario muy parecido. Un Gobierno chapoteando despreocupado en dinero prestado, haciéndose las cuentas de la lechera con variables que no dependen de él como la tasa de ahorro de los hogares o la voluntad de invertir que tendrán los empresarios que son, en última instancia, quienes pondrán de nuevo esto en marcha depositando o no su confianza en el futuro económico del país.
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