La bomba de Mateo

El 31 de mayo de 1906 amaneció cálido y soleado en Madrid. Inmejorable preludio para una jornada muy especial. Aquel día contraían matrimonio en la iglesia de San Jerónimo el Real el jovencísimo rey de España, Alfonso XIII, y su prometida, la princesa británica Victoria Eugenia de Battenberg, nieta de la reina Victoria criada entre algodones entre los castillos de Windsor y Balmoral. La ocasión era tanto más feliz cuanto esa boda constituía la consagración de la segunda restauración borbónica, que se había materializado treinta años antes en la persona de Alfonso XII, desventurado padre del novio que murió en la flor de la edad sin siquiera llegar a conocer a su heredero.

Los novios se casaron en la basílica de San Jerónimo en Real y la comitiva nupcial partió hacia el Palacio Real para presidir el banquete entre vítores y aplausos de la multitud. Pasó por la glorieta de Neptuno, enfiló la carrera de San Jerónimo, atravesó la Puerta de Sol y se metió en la calle Mayor. Todo sin contratiempos y en un ambiente festivo y alegre. Era el primer matrimonio real desde 1879, cuando Alfonso XII se casó con María Cristina de Habsburgo en la basílica de Atocha. El pueblo de Madrid, muy aficionado desde siglos atrás a este tipo de celebraciones, festejaba la ocasión con gran entusiasmo.

Justo cuando la comitiva real, formada por 40 carrozas engalanadas para la ocasión, pasaba por ahí, estalló una potente bomba

Entonces, a la altura del número 88 (hoy 84) de la calle Mayor, justo cuando la comitiva real, formada por 40 carrozas engalanadas para la ocasión, pasaba por ahí, estalló una potente bomba. El desfile se sumió en un caos de humo, lamentos y rechinar de los caballos. La guardia real comprobó rápido que los reyes habían salido indemnes e indicaron al cochero que saliese de aquel infierno a toda prisa. No habían tenido tanta suerte algunos de los guardias y una docena larga de vecinos que aclamaban a sus majestades desde las aceras.

Se contabilizaron un total de veintitrés muertos y un buen número de heridos. Los reyes llegaron pocos minutos después a Palacio completamente aturdidos. La reina, que se acababa de estrenar como tal, llevaba manchas de sangre en su vestido blanco. El banquete, sin embargo, no se suspendió por deseo expreso del rey, que quería dar una apariencia de normalidad ante un atentado que había conmocionado a todo Madrid. Lo que si quedó cancelado en el acto fue la recepción y el baile en señal de respeto por las víctimas. Al día siguiente el monarca, para mostrar al pueblo que había salido ileso del atentado, dio un paseo en coche descubierto por toda la ciudad. Al día siguiente se celebró una corrida de toros. Eso fue todo. La boda había quedado muy deslucida, pero al menos los monarcas habían salvado el pellejo.

La Guardia Civil se afanó entonces en localizar al responsable del atentado. Sospechaban que era anarquista. En aquellos días todos los terroristas lo eran. Y estaban en lo cierto. El problema era que el terrorista, Mateo Morral, un anarquista barcelonés discípulo de Ferrer Guardia, ya se había marchado de Madrid. Para emprender la huida aprovechó el desconcierto que siguió al atentado para confundirse entre la muchedumbre y abandonar la ciudad. Nadie le había visto. El plan no había salido del todo bien porque su objetivo era matar a los reyes, pero al menos el atentado había concitado toda la atención arruinando de paso la boda. Hasta ese momento todo marchaba según lo previsto, o casi.

Había llegado a Madrid desde Barcelona días antes. Una vez en la capital un enlace llamado Diego Estévanez le entregó la bomba, una bomba de fabricación casera hecha en Francia que venía envuelta en la bandera francesa. A ese tipo de bombas se las conocía como “bombas Orsini” por su inventor, un italiano llamado Felice Orsini que la había inventado en 1858. La bomba era muy sencilla. Explotaba por impacto gracias a unos pernos que activaban la bomba por contacto. El propio Orsini la había probado para atentar contra Napoleón III cuando se disponía a entrar en la ópera de París. Orsini tampoco consiguió su objetivo. Napoleón III sobrevivió, pero ocho personas murieron. Años más tarde, en 1893, un anarquista llamado Santiago Salvador arrojó dos bombas orsini a la platea del Liceo de Barcelona. Sólo una de ellas estalló, pero murieron 22 personas.

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No era muy efectiva, como vemos, pero a los anarquistas de finales del siglo XIX, principios del XX les encantaba. Mateo Morral conocía los antecedentes y se propuso no fallar planificando con gran cuidado el atentado. Llegó a Madrid con diez días de antelación y se informó del recorrido de la comitiva nupcial. Localizó una pensión en la calle Mayor, cerca ya del palacio y se alojó en ella. La bomba, de pequeño tamaño, la escamoteó dentro de un ramo de flores. El plan era lanzar las flores sobre la carroza cuando pasase delante del balcón de su alcoba. Allí sufrió el primer revés. El anarquista no había contado con el tendido eléctrico del tranvía que corría paralelo a la calzada. El ramo explosivo tropezó con los cables y fue directo una de las aceras ocasionando de este modo la masacre y que los reyes saliesen incólumes.

En el camino Morral tomó la escopeta del guardia y le disparó para luego suicidarse

El segundo contratiempo lo encontraría tres días después. Tras el atentado se escondió en Madrid en casa de un tipógrafo de la imprenta en la que se tiraba el diario El Motín, un diario republicano que simpatizaba con los anarquistas. Pero en Madrid no podía continuar porque estaba demasiado expuesto. No quería tomar el tren desde Atocha por si le reconocían. Pensó que era mejor ir hasta las afueras de Madrid y abordar el tren allí. Desconocía hasta que punto la Guardia Civil le seguía los pasos. Una vez había dejado Madrid a su espalda se detuvo en una venta de Torrejón de Ardoz a comer. Allí le reconocieron varias personas, que no dudaron en denunciarle ante el guardia jurado de una finca. El guardia hizo las averiguaciones pertinentes y le conminó a seguirle hasta el cuartelillo. Decisión fatal. En el camino Morral tomó la escopeta del guardia y le disparó para luego suicidarse. Allí acabó su triste historia, que poco después fue archivada en la memoria colectiva. Como el terrorista se había suicidado quienes fueron puestos ante el juez fueron el director del diario El Motín, José Nakens, y otros dos anarquistas que le habían ayudado a huir. Les cayeron nueve años, aunque Nakens sólo cumplió dos gracias a un indulto del Gobierno Maura.

Tres décadas después, en plena Guerra Civil, los ediles del ayuntamiento de Madrid pensaron que era una buena idea sustituir el nombre de la calle Mayor por el de Mateo Morral. Un despropósito que no duró mucho tiempo. Al terminar la guerra volvió a ser de nuevo la calle Mayor, que es como se llama desde por lo menos el siglo XVI, pero los que conocen la historia de Mateo Morral y su bomba siempre miran con atención al edificio de color crema del número 84, justo entre San Nicolás y el palacio de Abrantes, enfrente de la catedral castrense. Es el mismo edificio desde el que Mateo Morral arrojó su bomba. Para los que no lo saben, hay un pequeño monumento que recuerda a las víctimas del atentado en la acera opuesta. Todavía hoy hay gente que le sigue dejando flores.

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