
En 1941 el ingeniero británico Barnes Wallis diseñó una bomba especial para que la RAF la lanzase en grandes cantidades sobre Alemania. La idea de Wallis era que la bomba en lugar de estallar en el aire o al impactar contra el objetivo, lo hiciese bajo tierra unos minutos después de caer. La onda expansiva se transmite mejor por el suelo que por el aire, luego era fácil deducir que causaría más daño al enemigo.
La RAF se lo pensó mucho porque se trataba de una bomba tan pesada y voluminosa que los bombarderos solo podían transportar una por viaje. Pero al final de la guerra decidieron poner en producción el diseño de Wallis. Con gran éxito, por cierto. El silo desde el que los nazis lanzaban sus misiles V2 en Calais o el acorazado Tirpitz, gemelo del Bismarck, fueron víctimas de la bomba de Wallis, a la que dieron en llamar Tallboy por sus más de seis metros de longitud.
Su bomba Tallboy llevaba años enterrada en el balance y al final ha estallado dejando la estructura a la vista
El truco de la Tallboy no era tanto su carga explosiva, que era de tipo convencional, como su extraordinario peso de cinco toneladas y media y su mecanismo de explosión retardada. El retardo hacía que los atacados se confiasen y creyeran que la espoleta había fallado. Entonces, cuando menos lo esperaban, boom y el edificio se venía abajo desde los cimientos.
Eso es más o menos lo que ha sucedido con el Banco Popular. Su bomba Tallboy llevaba años enterrada en el balance y al final ha estallado dejando la estructura a la vista. Una bomba lanzada en otra época, en los años de vino y rosas de la burbuja inmobiliaria, cuando en España solo se hacía dinero invirtiendo en ladrillo o trincando comisiones del ídem.
El problema del Popular es que llegó el último al banquete y, como lo hizo con hambre atrasada, se atracó a lo quinto sin percatarse de que ya todos habían abandonado la fiesta. Desde entonces el “Popu”, esa nonagenaria entidad que a todos asombraba por su sugestivo desempeño y su modélica de gestión de riesgos, arrastra una bola de hormigón que ni ha conseguido diluir ni sabe como deshacerse de ella.
Hace doce años si un banco quería ganar más dinero más deprisa no le quedaba otra que financiar promociones inmobiliarias que arrojaban rentabilidades de escándalo
Podríamos cargar las culpas en el anterior presidente, Ángel Ron, porque el chivo expiatorio, ya se sabe, es el mejor amigo del hombre. Pero nada en claro sacaríamos, entre otras cosas porque cuando Ron se metió de cabeza en la burbuja nadie dijo esta boca es mía. Bien mirado, hace doce años si un banco quería ganar más dinero más deprisa no le quedaba otra que financiar promociones inmobiliarias que arrojaban rentabilidades de escándalo.
La burbuja inmobiliaria de la década pasada es lo más parecido a El Dorado que hemos visto por estos pagos desde que Pedro de Ursúa y Lope de Aguirre se internaron en el Amazonas buscándolo. Lo de Aguirre terminó mal. Lo nuestro con la ladrillofilia ha terminado peor. De nada sirve ahora lamentarse. A lo sumo aprender, pero no se hará porque la codicia, como todas las pasiones humanas, es recurrente.
Si la entidad no podía arrastrar el peso muerto de su cartera inmobiliaria, ¿por qué no se han ofrecido antes para la venta?
El Popular y su crisis largamente anunciada vendría a ser un recordatorio necesario de que los excesos y las malas inversiones se pagan, muchas veces en el peor momento. Porque, lo más dramático de todo es que el Popular como banco funciona. La entidad, presidida hoy por Emilio Saracho, da dinero en el negocio estrictamente bancario a pesar de lo difícil que es arañar un céntimo en el entorno de tipos raquíticos en el que vivimos. Pero, como Penélope con el sudario de Laertes, lo que teje durante el día lo desteje por la noche.
Cabría preguntarse por qué han tardado tanto en enfrentar el problema. Me explico. Si la entidad no podía arrastrar el peso muerto de su cartera inmobiliaria, ¿por qué no se han ofrecido antes para la venta? ¿Acaso esperaban un milagro? Conociendo quiénes son los dueños, no es descabellado pensar que esperasen que la Providencia resolviese. La Providencia quizá resuelva, pero no puede detener el curso del tiempo. Más tarde o más temprano sucede lo que tiene que suceder.
El problema añadido es que no se sabe a ciencia cierta cuánto es lo que hay que digerir. ¿Son 1.000 millones, 5.000 millones, 10.000 millones…?
Hoy al Popular no le queda otra que ser absorbido por otro banco dispuesto a comerse su marrón inmobiliario o captar inversores que aporten capital fresco para enjugar la ruina ladrillera y esperar a que poco a poco el negocio propio del banco vaya digiriéndola. El problema añadido es que no se sabe a ciencia cierta cuánto es lo que hay que digerir. ¿Son 1.000 millones, 5.000 millones, 10.000 millones…? Es más que probable que parte los activos inmobiliarios estén, además de deteriorados, muy sobrevalorados, por lo que habría que tasarlos de nuevo para soltar lastre.
Otra posibilidad es que, para evitar escándalos, el Gobierno decida quedarse con el Popular, vía Bankia, que todo puede ser gobernando por esa inutilidad llamada Soraya. Hasta ahora han dicho que no, pero de todos es sabido que no en rajoyés significa si. Y viceversa. La bomba Tallboy nos terminaría estallando a los contribuyentes en la cartera. Nada nuevo, lo habitual, lo de Soraya.
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