La marcha sobre Roma

Acaba de cumplirse un siglo de uno de los acontecimientos más importantes del siglo XX y un hecho capital en la historia de Italia: la marcha de Benito Mussolini y sus camisas negras sobre Roma. Tuvo lugar a finales de octubre de 1922 y terminó con el nombramiento de Mussolini como primer ministro de Italia. Tras aquello en muy poco tiempo el país se convirtió en una dictadura fascista que duraría más de veinte años, hasta el final de la segunda guerra mundial. El fascismo italiano sirvió como modelo en muchas cosas para el nacionalsocialismo alemán y para otros partidos de ideología similar por toda Europa. De ahí su importancia. Con Mussolini empezó todo y Mussolini llegó donde llegó gracias a la exitosa marcha sobre Roma. Veamos cómo fue posible aquello.

Tres años y medio antes, en marzo de 1919, Benito Mussolini un periodista expulsado del partido socialista que se había alistado como voluntario para ir la guerra, fundó en Milán los llamados Fasci Italiani di Combatimento (Fasces italianas de combate). Era un grupo pequeño de veteranos de guerra ferozmente nacionalistas al que nadie dio demasiada importancia. La Italia de 1919 estaba muy convulsa. Acababa de finalizar la guerra mundial. Italia la había ganado por figurar entre las potencias aliadas, pero eso no le libró de padecer una profunda crisis económica en la posguerra y de la influencia de la revolución bolchevique de 1917. Los fascistas decían situarse entre medias y presumían de haber superado la brecha entre las clases sociales. No estaban ni a favor de los comunistas ni de los liberales que trataban de reencauzar al país por la senda de la monarquía parlamentaria anterior a la guerra.

Nadie daba una lira por la Italia liberal nacida con la unificación, a la que muchos daban por periclitada

A aquellos años de la inmediata posguerra se los conoce en Italia como el bienio rojo porque hubo numerosas huelgas, manifestaciones y ocupaciones de fábricas y tierras por parte de obreros y campesinos. El Estado liberal trató de resolver aquello aplicando la ley, pero era un Estado exhausto por la guerra que atravesaba una crisis de credibilidad. Nadie daba una lira por la Italia liberal nacida con la unificación, a la que muchos daban por periclitada. Esa debilidad fue la que aprovecharon los fascistas en su beneficio atrayendo a propietarios agrícolas y dueños de fábricas que temían una revolución como la que había estallado en Rusia. Los fascistas eran resolutivos y muy violentos. Se organizaban en batallones uniformados que se enfrentaban a los huelguistas y a los revolucionarios haciendo lo que el Gobierno no quería o no podía hacer.

Desde su fundación Mussolini había conformado a sus huestes como milicias a las que denominaba “escuadras”y sus miembros eran conocidos como escuadristas o squadristi. Iban de negro riguroso y en ellas imperaba la más estricta disciplina porque a menudo estaban formadas por veteranos de guerra que conocían de cerca la organización y las formas militares. Eran muy efectivos. En agosto de 1920 ellos solos fueron capaces de acabar con la huelga que habían declarado los trabajadores de la fábrica milanesa de Alfa Romeo. Meses más tarde su actividad ya se extendía por todo el norte industrial de Italia. Pero el socialismo era fuerte en las urnas. En las elecciones municipales de 1920 ganaron los socialistas, algo que se interpretó como la antesala de que llegasen al Gobierno.

Anuncios

Eso empujó a los liberales a aliarse con los fascistas, cuya militancia no hacía más que crecer. En las elecciones de 1921 concurrieron juntos a las elecciones y eso permitió que los fascistas se hiciesen con 37 escaños en el parlamento con Mussolini a su cabeza. No era mucho, tan sólo el 7%, la cámara de diputados tenía entonces 535 escaños, pero la intención de Mussolini no era ser la muleta de liberales y conservadores. Poco después les retiró el apoyo y éstos llegaron a un acuerdo con los socialistas. El primer ministro, Giovanni Giolitti, trató entonces de disolver a los camisas negras, pero fracasó. Tuvo que dimitir y en su lugar fue elegido Ivanoe Bonomi, un socialista de la línea moderada. Tras aquello Mussolini decidió dar un paso más convirtiendo los fasci di Combatimento en un partido, el Partido Nacional Fascista que contaba con más de 300.000 militantes. Bonomi no duró mucho, le sucedió el liberal Luigi Facta, que trató infructuosamente de llegar a un acuerdo con las distintas fuerzas políticas.

Durante los meses siguientes la inestabilidad fue la tónica. En agosto de 1922, los socialistas convocaron una huelga general en todo el país. Mussolini aseguró que serían los propios fascistas quienes acabarían con la huelga si el gobierno no intervenía de inmediato para detenerla. Eso le permitió posicionar al Partido Fascista ante los italianos como el único defensor de la ley y el orden. Aquel mes hubo choques violentos entre fascistas y socialistas por toda la geografía italiana. En Milán se enfrentaron por las calles, los fascistas quemaron la rotativa del diario “Avanti!”, un diario que el mismo Mussolini había dirigido años antes cuando era militante socialista. Luego, con el apoyo de los empresarios locales, se hicieron con el gobierno municipal expulsando a los concejales socialistas.

El gobierno de Facta se cruzó de brazos ante los acontecimientos de Milán. Fue entonces cuando Mussolini empezó a acariciar la idea de dar el golpe final al Estado liberal marchando con sus escuadristas sobre Roma. Desde su cuartel general en Milán los fascistas recibieron el apoyo de grandes empresas que estaban decididas a luchar contra las huelgas y la inestabilidad. Una delegación de Cofindustria, la Confederación General de la Industria, se reunió con Mussolini dos días antes de que diese comienzo la marcha. Esa misma semana Mussolini preguntó al embajador estadounidense en Italia, Richard Washburn Child, si el gobierno de los Estados Unidos se opondría a que los fascistas entrasen en el Gobierno italiano. Child le dijo que no, que la administración de Warren Harding no pondría objeción alguna.

Cuando comprobó que aquello funcionaba y que le Gobierno no había reprimido a los escuadristas con el ejército tomó un tren y se fue a Roma

En ese punto Mussolini tan sólo necesitaba una excusa que no tardó en presentarse. En octubre el primer ministro Luigi Facta encargó al poeta nacionalista Gabriele D’Annunzio que organizase una gran manifestación patriótica el 4 de noviembre de 1922 en la que se conmemorase el cuarto aniversario de la victoria italiana en la guerra contra austriacos y alemanes. Esa era la señal que estaba esperando. Decidió entonces pasar a la acción y marchar sobre la capital.

Para ir calentando el ambiente el 24 de octubre de 1922 Mussolini pronunció un discurso ante 60.000 militantes en Nápoles en el que dijo lo siguiente: «Nuestro programa es simple: queremos gobernar Italia«.  Al día siguiente, los cabecillas del partido, llamados pomposamente con el título romano de Quadrumviri (Emilio de Bono, Italo Balbo, Michele Bianchi y Cesare Maria de Vecchi), fueron designados por Mussolini como comandantes de la marcha. Él entretanto se fue a Milán. No quiso participar, aunque si permitió que le tomasen fotografías marchando junto a los escuadristas. Un día después, cuando comprobó que aquello funcionaba y que le Gobierno no había reprimido a los escuadristas con el ejército tomó un tren y se fue a Roma

Anuncios

El 26 de octubre, el ex primer ministro Antonio Salandra informó a Luigi Facta que Mussolini exigía su dimisión y que se preparaba para marchar sobre Roma. Pero Facta no creía que los fascistas estuviesen dispuestos a llegar tan lejos con sólo 37 diputados. Contemplaba, eso sí, la posibilidad de meterlos en el Gobierno dando a Mussolini una cartera ministerial, pero no quería ceder más porque dudaba de la fortaleza real de los fascistas más allá de los mítines y las algaradas callejeras. Pero las escuadras fascistas estaban ya a las afueras de Roma. Luigi Facta tuvo entonces que dimitir, pero antes declaró el estado de sitio en la ciudad. Habló con el rey Víctor Manuel III para que se reprimiese con dureza la asonada fascista, que a esas alturas era ya un golpe de Estado en toda regla. Pero el rey no quiso apoyarle. En Roma el ambiente era muy tenso. Los telegramas y las llamadas de teléfono cruzaban la ciudad de punta a punta. Los ministros y diputados empezaron a trazar planes para salir de la crisis sin necesidad de sacar al ejército a la calle. Uno de ellos era que Mussolini se hiciese cargo del Gobierno, pero junto a Antonio Salandra, un político experimentado y de cierta edad (69 años tenía) que había sido primer ministro durante la guerra. Pensaban que eso moderaría a los fascistas, muy activos en la calle, pero desconocedores de la política real y de cómo funcionaba el sistema. Salandra anularía a Mussolini, que quedaría para presidir desfiles y poco más.

A esta componenda Mussolini se negó en redondo. Quería todo el poder para él o de lo contrario tomaría Roma con sus escuadristas. El 29 de octubre el rey le nombró primer ministro sin que nadie en el ejército o en los partidos del centro-derecha se opusiese. Algunos porque estaban de acuerdo con las transformaciones que prometía Mussolini, otros porque creían que los fascistas se moderarían tan pronto como pisasen los ministerios y se encontrasen al frente de las complejidades del Gobierno.

Su llegada al poder era perfectamente legal. Italia era una monarquía parlamentaria que dejaba en manos del rey la elección del primer ministro de entre los diputados de la cámara. Mussolini era uno de ellos

La marcha en sí no era especialmente numerosa, estaba compuesta por algo menos de 30.000 hombres, pero muchos en Roma, incluyendo al propio Víctor Manuel, temían que aquello degenerase en una guerra civil como la que había sufrido Rusia poco antes. Los fascistas no sólo estaban en las puertas de Roma, controlaban también el valle del Po y tenían mucha presencia en las ciudades. Si se les reprimía con dureza podrían revolverse por todo el país ocasionando un conflicto civil de grandes dimensiones.

El monarca pidió a Mussolini que formara Gobierno mientras los camisas negras desfilaban por el centro de Roma. Su llegada al poder era perfectamente legal. Italia era una monarquía parlamentaria que dejaba en manos del rey la elección del primer ministro de entre los diputados de la cámara. Mussolini era uno de ellos desde 1921 así que no había nada irregular. A muchos italianos no les parecía bien, pero no era anticonstitucional lo que acababa de hacer el rey por mucho que esa decisión estuviese provocada por la amenaza de miles de escuadristas de tomar Roma a las bravas.

Años más tarde, ya con la dictadura fascista implantada, Mussolini convirtió esta fecha del 29 de octubre de 1922 en una suerte de revolución fascista en la que los escuadristas arrebataron el poder por la fuerza a la decadente burguesía liberal. Pero nada de ello hubo. El cargo de primer ministro lo consiguió amparado por el Estatuto Albertino de 1848, que hacía las veces de Constitución del reino de Italia. Lo que había sucedido en Italia inspiró a Adolf Hitler y a otros revolucionarios europeos de extrema derecha.

En noviembre de 1923 Hitler intentó algo similar en una cervecería de Múnich, la Burgerbraukeller, donde iba a dar un mitin el ministro-presidente de Baviera Gustav von Kahr. Hitler fracasó estrepitosamente y dio con sus huesos en la prisión de Landsberg, pero lo volvería a intentar después ya convertido en líder parlamentario del partido nazi. Ambos, Mussolini y Hitler, descubrieron que para adueñarse de regímenes parlamentarios bien consolidados la épica revolucionaria no servía de mucho, había que amoldarse a la legislación vigente para luego, ya desde el poder, subvertirla. La lección quedó ahí para que, décadas más tarde, otros la aprovechasen. Eso mismo fue, por ejemplo, lo que sucedió en Venezuela con Hugo Chávez o en Nicaragua con Daniel Ortega. No marcharon sobre Caracas ni sobre Managua, pero emplearon una técnica muy parecida que les atornilló al poder. 

Be the first to comment

Deja un comentario

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.