Llora por ti, Zimbabue

Este mes de noviembre se ha producido un hecho histórico. Robert Mugabe, el dictador más longevo del mundo, abandonó la presidencia. Lo hizo a la fuerza, eso sí, después de un golpe de Estado a cámara lenta que le dio uno de sus hombres: Emmerson Mnangagwa, un camisa vieja del mugabismo que llevaba años pujando por hacerse con el poder.

La alegría de ver como un dictador sale de la poltrona llega esta vez empañada por el hecho de que el dictador de repuesto ya ocupa el trono. Poco se puede esperar de él, la verdad. Mnangagwa lleva toda la vida empotrado en la maquinaria de poder zimbabuense y, por descontado, es del mismo partido que el depuesto Mugabe, el ZANU-PF, el único legal en Zimbabue.

De hecho, hasta hace sólo un mes era el vicepresidente y antes había ocupado carteras ministeriales durante años, incluida la de Seguridad del Estado, de la que depende la temible CIO, la policía política del régimen. No es casual que, dentro del país, a Mnangagwa se le conozca con el sobrenombre de «el cocodrilo«. Por la longitud de sus fauces, se entiende.

Lo prudente (y lo realista) es no hacerse demasiadas ilusiones respecto al nuevo Gobierno. Es algo tristemente común en África desde la descolonización eso de que a un dictador despiadado le suceda otro dictador, a veces incluso más cruel que el anterior.

Hay alguna excepción lógicamente. Y no cae lejos de Zimbabue. La vecina Botsuana tiene la democracia más consolidada de toda África y puntúa muy alto en todos los indicadores. Es el país menos corrupto y también el de mejor desempeño económico. Botsuana es, en cierto modo, la otra cara de la tragedia zimbabuense.

En la antigua Rodesia del sur, antaño uno de los lugares más prósperos por debajo de Sáhara, reina la devastación. La economía está gripada desde hace tres décadas. Buena parte de sus habitantes practica la agricultura de subsistencia mientras el Gobierno vive de los sablazos a las compañías mineras en forma de licencias de explotación.

Desde el punto de vista político es un régimen de partido único y, hasta hace unos días, de presidente único. Durante los últimos cuarenta años no hay derecho humano que no haya sido conculcado en Zimbabue. Sus habitantes, atrapados por la doble trampa de la pobreza y la opresión, emigran en cuanto pueden a los países limítrofes. En Sudáfrica la zimbabuense es la primera comunidad inmigrante, se calcula que puede haber hasta cinco millones residiendo de manera clandestina.

Es el país enfermo por antonomasia en un continente que está lleno de Estados convalecientes. Lo de Zimbabue, en definitiva, no es una mala racha, no son dos cosechas estropeadas, no es una larga sequía ni una guerra civil, es una ruina permanente que se instaló a mediados de los ochenta con la llegada de Mugabe y que se ha quedado a vivir allí.

Motivos para la esperanza

Aunque no haya motivos para el optimismo si que los hay para la esperanza. Que Mugabe haya caído y que su derrocamiento fuese incruento es de por sí una buena noticia. Significa que en Zimbabue podrían cambiar las cosas. Podrían incluso empezar a hacerlo con el nuevo presidente. Pero para eso necesita voluntad y hacer un sosegado análisis de los problemas estructurales que impiden a Zimbabue levantarse.

Debería, para empezar, abrir el juego político por primera vez en la historia del país. No es necesario que convoque elecciones inmediatamente, pero sí que vaya creando las condiciones para que en un espacio de tiempo razonable se celebren comicios plurales sin que los opositores teman el arresto y la tortura.

Pero ningún ajuste político es posible si la economía del país no se pone a funcionar. Zimbabue tiene una de las tasas de informalidad más altas del mundo. Aproximadamente un 95% de la población vive y trabaja en el mercado negro. Lo cierto es que están condenados a ello. La economía se detuvo en seco hace veinte años, coincidiendo con las confiscaciones de tierras a los granjeros blancos, que vino seguida de un colapso económico y monetario sin precedentes.

Más allá de oro, platino, níquel y hojas de tabaco el país no produce nada digno de ser exportado, pero tiene que importarlo casi todo, empezando por el petróleo y la práctica totalidad de los bienes manufacturados. Hacer que la economía vuelva a arrancar requiere reformas profundas que entierren para siempre esa peculiar forma de socialismo a la africana que Mugabe implantó en el país.

Con las reformas adecuadas, dirigidas a garantizar los derechos de propiedad y la seguridad jurídica, el país podría atraer inversión extranjera. Carece de acceso al mar, es cierto, pero está bien ubicado en el corazón de la mitad sur de África y sus habitantes son jóvenes, pacíficos y angloparlantes.

Ese mismo camino lo han recorrido (o lo están recorriendo) otros países del tercer mundo con éxito. Zimbabue no tiene nada de especial ni una propensión genética al desastre. Simplemente ha tenido mala suerte. Es buen momento para sacudírsela.

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