
Para los españoles lo que se está viviendo estas semanas en Alemania nos deja cierta sensación de deja vù. Están como nosotros hace sólo año y medio. A Merkel no le dan los escaños para gobernar en mayoría y necesita socios. Tal y como estaba Rajoy en 2016 aunque con alguna diferencia. Rajoy no podía siquiera ser investido. El PSOE se había apuntado al cordón sanitario anti PP por lo que el candidato popular se conformaba con un Gobierno en minoría, que es lo que ahora disfruta y que tardó casi un año en conseguir.
Pero Merkel no quiere gobernar en minoría. Hasta ahí podía llegar la marquesa. Steinmeier, el presidente de la República, le ha pedido que sea razonable, que trate de negociar, pero el bloqueo ya es insalvable. Los responsables del mismo son tres políticos que hasta ahora no eran muy conocidos, al menos fuera de Alemania. Uno es Christian Lindner, líder del FDP que en septiembre obtuvo 80 escaños y el 10% de los votos. Los otros dos son Katrin Göring-Eckardt y Cem Özdemir, que acaudillan a los Verdes. Entre los tres han metido a Merkel en una ratonera.
Ella se las veía la mar de felices con una coalición Jamaica (el negro del CDU, el amarillo del FDP y el verde de los ídem), pero al final no va a poder ser. Era una coalición arriesgada. Nunca se había intentado a nivel federal aunque si local. Y arriesgada especialmente para liberales y verdes, que conocen en sus propias carnes lo que es pactar y sostener a un Gobierno presidido por otro.
Los Verdes sostuvieron al de Gerhard Schröder entre 1998 y 2005. Se mojaron a fondo. A su candidato, Joschka Fischer, le hicieron vicecanciller y durante unos años a principios del siglo pasado se convirtió en una de las personas más influyentes de Europa. Hoy es un jubilado de platino que asesora a multinacionales y da conferencias a millón por palabra. No está mal para un tipo que de joven coqueteó con la revolución e incluso con el terrorismo ideológico de los años 70. Después de aquello los Verdes pasaron a la oposición y ahí llevan desde hace doce años. Han moderado sus posturas pero no tanto por convicción como porque les ha salido competencia por la izquierda. En el camino han terminado fagocitando parte del electorado natural del SPD.
Los liberales del FDP pagaron incluso más cara su entrada en el segundo gabinete de Merkel allá por 2009. El líder de entonces, Guido Westerwelle, fue nombrado vicecanciller y ministro de Exteriores. Luego, en 2013, vino la resaca. Durísima. De 93 escaños y cerca de seis millones y medio de votos pasaron a cero escaños y dos millones pelados de votos.
En esa crisis existencial es donde aparece Christian Lindner, un tipo joven de Wuppertal, una ciudad industrial de Renania del Norte-Westfalia. Allí consiguió duplicar la representación en el landtag y colocar al FDP como tercera fuerza política regional. Lindner es un hombre convencido de sus ideas, lo cual es admirable porque en política abundan los profesionales del ramo a quienes les da igual 4 que 40 con tal de ocupar un ministerio. Es de hecho Lindner quien ha roto las negociaciones. El domingo pasado se levantó de la mesa y se fue. Vino a decir que no había suficientes puntos comunes como para llegar a un acuerdo satisfactorio para todas las partes. Acto seguido remarcó «es mejor no gobernar que hacerlo de mala manera«.
Así ha cerrado Lindner el ciclo negro del FDP en el que les acusaban, no sin razón, de ser las cacatúas de Merkel. Cierra lo que el considera los «schattenjahre» (años de sombra), que es como ha titulado un libro autobiográfico que acaba de lanzar al mercado. No he leído el libro, pero si conozco liberales alemanes y sé como vivieron la derrota de 2013. El país entero se reía de ellos. Y los que no se reían, los que les habían dejado de votar, les recriminaban haber abandonado los principios irrenunciables del partido desde que fue fundado en la posguerra: Gobierno pequeño, impuestos bajos, libertades individuales y reformas profundas en el elefantiásico estado del bienestar alemán.
Pues bien, ahora se encontraban ante una disyuntiva similar. Si pactaban se metían de nuevo en un dispositivo de poder que ellos no pueden controlar. Lindner tiene, además, otro motivo de peso para dar la espantada y forzar elecciones. En 2009 Westerwelle obtuvo más de seis millones de votos, perdió cuatro en 2013, Lindner ha recuperado tres, luego le queda un millón de votos que recobrar. Esto les pondría por encima de AfD y les convertiría otra vez en el tercer partido político más importante del país.
La irrupción de AfD ha rehecho el mapa político alemán. Ha ocupado la derecha más rocosa desplazando al CDU al centro cuando no en ocasiones al centro izquierda. Lindner quiere colocarse en ese espacio que Merkel ha dejado libre. El más interesado en repetir elecciones es él, que podría incluso recibir votos de AfD si sabe remodular el mensaje y hacerlo atractivo para cierta derecha que se ha refugiado en AfD. Los bávaros de la CSU le han visto la jugada y están que trinan. La franquicia sureña de Merkel es el tarro de las esencias cristianodemócratas y saben que al partido se le podría abrir otra vía de agua en el casco. No tienen con que contenerla porque Merkel, como Helmut Kohl en su momento, carece de delfín. Ella es el partido desde hace 17 años. Ella es Alemania desde hace 12. Ella es la que se encuentra ahora en tierra de nadie.
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Lo que iba a ser un plácido paseo por el soleado jardín, se ha convertido en una yincana por un zarzal embarrado. Entre quienes no han querido entrar en coaliciones y quienes las han temido, Ángela se ha quedado sin socios para gobernar, y al igual que en las bodas con espantada, el mundo no se acaba pero todo resulta un papelón. Las jugadas electorales de los distintos partidos resienten la gobernabilidad, que puede quedar en minoría o en funciones, lo que no es un drama, pero si la situación se prolonga en el tiempo y hay asuntos serios que abordar, entonces la debilidad gubernamental se convertirá también en una jugada electoral que todos querrán jugar. Todo se verá.
Un cordial saludo.