
La ceremonia de investidura de Joe Biden el pasado día 20 fue la más extraña en dos siglos y pico de historia. Extraña porque entre la pandemia, que obligó a todos a ir con mascarilla vigilando la distancia interpersonal, y el hecho de que no hubiese gente en la explanada del Mall (la sustituyeron con banderas), daba al evento un aire distópico e inquietante. Por suerte fue un trámite rápido y casi diría que indoloro, excepción hecha de Bernie Sanders, a quien se le pudo ver aterido de frío con unas manoplas en lo alto de la tribuna de autoridades.
Lo importante empieza ahora. Todos se hacen la misma pregunta: ¿cómo gobernará Biden? Una pregunta de la que cuelgan muchas otras: ¿lo hará él o su vicepresidenta Kamala Harris?, ¿hasta qué punto se dejará llevar por el ala más radical de su partido?, ¿traerá la concordia o perseverará en la división que existe ahora mismo en el seno de la sociedad estadounidense? Como vemos son muchas preguntas y todavía no tenemos ninguna respuesta clara.
Los comienzos no son los mejores. Arranca su presidencia en plena pandemia, con una crisis económica encima y un país social y políticamente muy dividido. Su éxito dependerá de que los tres aspectos los aborde con seriedad y sin sectarismos. Superar la pandemia es el desafío más sencillo. Si continúan a este ritmo las vacunaciones, Estados Unidos alcanzará la inmunidad de grupo a lo largo del año en curso y el asunto quedará resuelto y visto para sentencia. La economía es otra asignatura pendiente. La economía estadounidense es muy dinámica y resiliente. Si la deja funcionar, saldrá ella sola del agujero debidamente fortalecida.
Debe recordar que lo que le ha llevado hasta la Casa Blanca es una combinación de cuatro factores: la pandemia, la crisis asociada a la misma, el antitrumpismo basal de una porción considerable del electorado y la carambola de las primarias
Así que es su principal reto es huir del sectarismo. Para ello debe recordar que lo que le ha llevado hasta la Casa Blanca es una combinación de cuatro factores: la pandemia, la crisis asociada a la misma, el antitrumpismo basal de una porción considerable del electorado y la carambola de las primarias, cuando Sanders emergió como favorito y el resto del partido buscó refugio en su candidatura. Una vez en campaña supo capitalizar el voto anti Trump entre demócratas de todas las sensibilidades y también entre algunos republicanos. Eso le procuró 81 millones de votos el 51% el mismo resultado que Obama obtuvo en 2012. Pero esto último no es mérito suyo, sino demérito de Trump. Resumiendo, que está ahí por una serie de casualidades encadenadas.
A diferencia de Trump (o de casi cualquier republicano) tendrá a una mayoría de medios de comunicación de su lado, ídem con los actores de Hollywood, los artistas y el mundo académico. Eso le podría terminar metiendo en una burbuja de autocomplacencia que debe evitar a toda costa porque, más allá de los halagos de la prensa y las candilejas de Broadway, está la fractura sociopolítica y la América real. Debe entender por qué Trump ganó las elecciones de 2016 y no, no fue porque 65 millones de estadounidenses se volvieron de repente peligrosos fascistas, racistas, machistas y homófobos. Ese relato simplista, producto del rodillo compresor de cierta prensa es falso y, cuando se parte de premisas falsas, ya se sabe cómo, dónde y con quién termina la cosa.
Si nos fijamos exclusivamente en él lo que vemos es a un demócrata moderado, poco amigo de extremismos de ninguna clase. Pero no llega al poder a solas, lo hace de la mano de un partido cuya ala izquierda está hiperlegitimada y es la que se encuentra en ascenso en este momento. Su objetivo es utilizar el Gobierno federal como ariete para acometer grandes transformaciones económicas y culturales que de moderación tienen poca y de radicalismo mucho. Una parte nada desdeñable de congresistas demócratas, impulsados por el complejo de medios afín al Partido Demócrata y por ciertos magnates de Silicon Valley, han interpretado la derrota de Trump como el disparador para que el Gobierno federal aumente el control de la economía al tiempo que se deshace en atizar sermones morales a los ciudadanos.
Joe Biden ha sido siempre un hombre de partido. A lo largo de medio siglo se ha ido adaptando al discurso general de los demócratas. El Biden de 1972, cuando entró por primera vez en el Senado, no es el mismo que el de 2021. A cambio es un tipo realista y ahí tenemos al gabinete que ha formado, repleto de figuras del establishment demócrata como Janet Yellen o Antony Blinken. Esto es tranquilizador en tanto que no están escorados a la izquierda ni especialmente enfangados en cuestiones identitarias.
En política exterior Biden es el clásico demócrata internacionalista, no muy diferente a Barack Obama o a Bill Clinton
Pero eso contrasta con su retórica, especialmente la de las últimas semanas, apelando a problemas inexistentes o menores como el de la justicia racial o el cambio climático. Respecto a lo primero, en Estados Unidos no hay racismo institucional y no existe una sola ley que lo consagre, otra cosa es que haya individuos que a título personal se declaran racistas, pero son una exigua minoría y nada puede hacer el Gobierno al respecto. El cambio climático sí podría considerarse un problema, pero al lado del desempleo o de los hospitales colapsados afirmar que el cambio climático es una prioridad es cuando menos frívolo.
En política exterior Biden es el clásico demócrata internacionalista, no muy diferente a Barack Obama o a Bill Clinton. Tratará de restaurar el multilateralismo anterior a Trump, el que Obama había heredado de sus antecesores y que venía directamente de la implosión de la Unión Soviética en 1991. Pero ese orden en el que Estados Unidos ejercía de algo parecido a un “primus inter pares” ya se había empezado a resquebrajar con el ascenso de China a la primera división de la diplomacia mundial, y el resurgir de Rusia como potencia asiática. Con todo, el gran desafío exterior de Biden será China. Si Xi Jinping percibe debilidad en Washington sabrá dónde apretar. Lo hará en Taiwán y en el mar de la China meridional.
Pero, dejando a un lado la política exterior, si Joe Biden quiere realmente unir al país tendrá que entender primero por qué 74 millones de compatriotas votaron a Donald Trump en noviembre. Tendrá también que entender que el identitarismo que ahora agita una parte de su partido sólo conduce a que la factura se agrande y el problema se complique. De él depende que dentro de cuatro años estemos igual (o peor), o que estos tiempos turbulentos sean ya parte de la historia.
Be the first to comment