
La Checoslovaquia popular era la perla del zar rojo. A diferencia de otros países del este de Europa, rurales y atrasados, los checoslovacos podían presumir de ser una potencia industrial. En 1938 disfrutaban de una renta per cápita similar a la de Austria y muy superior a la de Italia. La pequeña y alargada república, clavada como una saeta en el corazón del continente, contaba con una ventaja añadida: estaba en el extremo occidental del imperio. Praga, de hecho, está más al oeste que Viena. La región de Bohemia disfrutaba incluso de una larguísima fachada fronteriza con la Alemania libre, un privilegio que, a excepción de Hungría, no tenía ningún otro país del bloque socialista.
Checoslovaquia, emparedada geográficamente entre Sajonia, Baviera y Austria era, por historia, tradición y hasta conformación social, una Alemania en miniatura. Su buen desempeño económico y su portentosa industria así lo atestiguaban. Stalin supo desde el primer momento sacar partido de este regalo que la guerra y los americanos le habían hecho. El país estaba lleno de fábricas que antes de la guerra y durante la misma producían a gran escala bienes de la máxima calidad. Nada más ocupar el país ordenó el traslado de personal cualificado e industrias completas a la Unión Soviética, donde al concluir la guerra hacían más falta que nunca.
La idea de los estrategas económicos en Moscú era que Checoslovaquia fabricase bienes de capital que, a su vez, sirviesen a las industrias de otros países del bloque
Tras el saqueo del primer año de ocupación sobrevino la toma del poder por los comunistas locales y la institucionalización del régimen, una república popular calcada en forma y espíritu a la URSS. Se implantó un régimen de partido único con su policía política adosada y la economía fue planificada conforme a las directrices marcadas por un organismo central. A Checoslovaquia le iba a tocar ser la gran factoría del campo socialista. Las fábricas que no habían sido trasladadas a la URSS fueron confiscadas a sus dueños y a su frente se colocó a burócratas del partido, por lo general rematados inútiles, pero políticamente confiables.
La idea de los estrategas económicos en Moscú era que Checoslovaquia fabricase bienes de capital que, a su vez, sirviesen a las industrias de otros países del bloque. Los planes quinquenales en persiguieron desde el inicio incrementar ese tipo de industrias que, por su propia naturaleza, son de gran tamaño y precisan de gigantescas plantillas. La economía checoslovaca, antaño abierta y diversificada, se especializó en un monoproducto con el que comerciar en exclusiva con la URSS y sus satélites.
El planteamiento, delirante y alejado de la sensatez económica más elemental, provocó un crecimiento salvaje en los años cincuenta seguido de una pronunciada crisis en los sesenta. El sistema soviético no terminaba de funcionar y eso lo descontaron rápido en Praga. Había que hacer algunos ajustes para que los checos no perdiesen la confianza en el socialismo.
En 1966 el partido anunció un paquete de reformas económicas a la que dieron en llamar “Nuevo Modelo Económico” o NME. El NME buscaba restringir el papel de la planificación central, mejorar la eficiencia de las empresas y acabar con el igualitarismo salarial restaurando el principio de méritos y productividad. Aunque el programa nunca llegó a aplicarse en su totalidad si trajo vivificantes aires a la sovietizante atmósfera que respiraban los checoslovacos desde el final de la guerra.
El nuevo modelo económico
Si la economía se podía reformar, ¿por qué no introducir reformas en el opresivo y excluyente sistema político?, pensaron muchos checos. El descontento se palpaba en la calle y no tardó en ascender hasta la cúpula de poder, que el Partido Comunista ostentaba en régimen de monopolio. En principio no había nada que temer, pero existían precedentes como la rebelión de los albañiles del 53 en Berlín este o los sucesos de Hungría en 1956. Algo tenían que hacer. En enero de 1968 el Comité Central obligó al presidente Antonín Novotný, un viejo comunista checo de los tiempos heroicos, a abandonar el cargo y a retirarse también de la secretaría del Partido. En su lugar la troika dirigente colocó a Alexander Dubček, un eslovaco veinte años más joven que su predecesor y famoso en su región natal por ser amigo de reformas y modernizaciones.
Dubček quería dirigir el Partido, no así el Gobierno, lo que suponía romper con la tradición comunista que fusionaba por la cumbre ambas instituciones. Para la presidencia de la república se trajo a Ludvík Svoboda, un veterano militante comunista que primero había combatido en la guerra con honores y luego fue purgado por Stalin. El tándem Dubček–Svoboda se fijó como objetivo trasladar el NME al terreno de la política. Aspiraban a “crear un nuevo modelo de sociedad socialista profundamente democrática y adaptada a las circunstancias checoslovacas”. Y en este punto llegó la sorpresa. La palabrería comunista tuvo por primera y última vez en la historia una aplicación práctica.
El programa de Dubček
El 5 de abril se publicó el “Programa de Acción”, un ambicioso plan de liberalización que incluía libertad de prensa, de expresión, de asociación y de movimientos. Los checoslovacos iban a poder, por vez primera en veinte años, decir en público lo que les viniese en gana y, si no les gustaba el país, siempre les quedaba la opción de hacer la maleta e irse a Alemania, a Gran Bretaña… o a los mismísimos Estados Unidos.
“¿De verdad no sabes la clase de gente con la que estás tratando?”, le pregunto Kádár a Dubček en una reunión
El Programa de Acción de Dubček sentó como un jarro de agua fría en Moscú. Leonidas Breznev se removió en el asiento. No podía creer que eso estuviese sucediendo delante de sus propias narices. Ni siquiera le llamó a capítulo en el Kremlin, le hizo llegar un mensaje a través del comunista húngaro János Kádár. “¿De verdad no sabes la clase de gente con la que estás tratando?”, le pregunto Kádár a Dubček en una reunión que mantuvieron poco después de anunciar el paquete de reformas. Habían pasado sólo doce años de la rebelión en Hungría y su amargo recuerdo estaba aún en la mente de todos los mandamases comunistas de Europa.
El húngaro tenía razón. El mensaje había llegado a la calle, a esa «clase de gente» a la que tanto temía el partido. Los acontecimientos se precipitaron uno sobre el otro a una velocidad vertiginosa. Checoslovaquia era como una botella de gaseosa agitada a la que acababan de quitar el tapón. El asociacionismo se extendió rápidamente por todo el país. El Partido Socialdemócrata, abolido en 1948, empezó a reorganizarse. Se hablaba incluso de introducir elementos de mercado en la economía y volver los ojos a la iniciativa privada.
El manifiesto de las dos mil palabras
En ese ambiente burbujeante de libertad reconquistada el periodista Ludvík Vaculík publicó un manifiesto que sólo unos meses antes le hubiese costado la cárcel y una buena ración de palos en comisaría. El llamamiento de Vaculík, bautizado como “Manifiesto de las dos mil palabras”, abogaba por la vuelta a una democracia liberal: “La mayoría ha perdido el interés en los asuntos públicos; sólo se preocupan de ellos mismos y de su dinero. Es más, a causa de las malas condiciones en las que vivimos ya no se puede ni confiar en el dinero. Las relaciones entre las personas se han deteriorado y nadie disfruta trabajando. Resumiendo, el país ha alcanzado un punto en el que tanto su salud espiritual como su carácter han sido arruinados”.
A causa de las malas condiciones en las que vivimos ya no se puede ni confiar en el dinero. Las relaciones entre las personas se han deteriorado y nadie disfruta trabajando
Ludvík Vaculík, «manifiesto de las dos mil palabras»
Dubček condenó el manifiesto, pero no hizo nada por detener a su autor ni frenó su difusión. El suyo era, como había confesado ante el presidium del Partido, un “socialismo de rostro humano”, muy distinto del que se había venido practicando desde la fundación de la república popular.
En el Kremlin, lógicamente, no lo veían así. Breznev estaba francamente preocupado. Otro tanto podía decirse del polaco Wladyslaw Gomulka o del alemán Walter Ulbricht, ambos de la línea dura, dos restos del peor estalinismo que gobernaban en países fronterizos con Checoslovaquia. Las llamadas a Praga se sucedían sin pausa. Pero Dubček, un completo ingenuo como luego se demostraría, hizo oídos sordos. Como Gorbachov dos décadas más tarde, estaba convencido de que el comunismo era reformable.
A finales de junio, sólo dos días después de la publicación del manifiesto de las dos mil palabras, Breznev y el líder comunista checo se reunieron en Cierna nad Tisou, una pequeña localidad eslovaca fronteriza con la URSS. El premier soviético salió con los pies fríos y la cabeza caliente. Dubček no se apeaba del burro. Un mes más tarde el Kremlin trató de nuevo de conducir al redil a los mandatarios checos, una recua de insensatos que, a diferencia de los húngaros diez años antes, se estaban saliendo con la suya sin necesidad de disparar un solo tiro.
La cuestión era peliaguda. Si se dejaba en paz a Checoslovaquia el país no tardaría en desvincularse del bloque socialista y en unirse al capitalista. Empezarían abriendo la frontera y luego vendría todo lo demás. Entrarían empresas occidentales y a la vuelta de pocos años el oeste tendría su frontera exterior en la puerta misma de la Unión Soviética. Todo el esfuerzo de Stalin por dotarse de un cinturón de dóciles satélites habría sido inútil. Checoslovaquia era especialmente estratégica por su ubicación geográfica. De perderse, el bloque soviético quedaría partido en dos y los capitalistas pasarían a tener unos cuantos kilómetros de frontera con la mismísima URSS.
Eso por no hablar de las implicaciones económicas, morales y humanas. Desde la revolución rusa el comunismo no había retrocedido jamás. Sólo se había conseguido impedir su implantación en España y Grecia, pero tras cruentas guerras civiles antes y después de la Guerra Mundial. Pero eran otros tiempos, algo como lo de Grecia no podía suceder en el corazón de la Europa soviética Por último estaba el ejemplo. Si en Praga se pudiese beber Coca Cola, ¿por qué no habrían de pedir lo mismo en Varsovia, Budapest o en el mismo Kiev?
El Pacto de Varsovia interviene
No quedaba otra opción que intervenir. El 3 de agosto los líderes del Pacto de Varsovia se reunieron en Bratislava, capital de Eslovaquia. A la reunión Breznev llevaba una declaración sobre la que todos tendrían que prestar juramento: la fidelidad al marxismo-leninismo y la voluntad de lucha contra la burguesía y sus agentes. Era la clásica y ya oxidada charlatanería soviética, pero esta vez tenía la intención expresa de servir de amenaza nada velada a quienes tratasen de desafiar ese orden natural de las cosas sobre el que Breznev reinaba.
Entre bastidores lo que el ruso planeaba era una intervención como la de Hungría. Masiva y ejemplarizante, aunque esta vez quería que los aliados del Pacto de Varsovia se sumasen a la iniciativa para que no se le echasen encima en la ONU. Moscú no quería volver a ser el malo de la película, menos aún en aquel momento en el que Estados Unidos mordía el polvo en Vietnam y muchos en Occidente buscaban de nuevo un redentor. A excepción de Albania y Rumanía todos los Gobiernos del este de Europa acordaron con Breznev participar en la campaña, que arrancaría en la noche del 20 de agosto.
La invasión, denominada en clave «Operación Danubio», se planificó con sumo cuidado tratando de cubrir todos los frentes posibles. Hasta ese momento los checos habían sido pacíficos, pero su reacción al ver los tanques soviéticos entrar en las ciudades era imprevisible, así que se tomaron precauciones extraordinarias. Una de ellas fue trasladar a un batallón vestido de paisano por avión hasta Praga. Al aterrizar se apoderarían por las buenas del aeropuerto de Ruzyně y lo prepararían para el aterrizaje de varios Antonov cargados con artillería y tropas de élite.
Tan pronto estuviese controlado el aeródromo, el 2º Ejército polaco cruzaría la frontera desde Silesia, al que seguirían unidades húngaras desde el sur y germanorientales desde los antiguos Sudetes. El plato fuerte llegaría desde el este, donde Breznev había concentrado un gran número de tropas. La envergadura de la operación era digna de una confrontación bélica de alto nivel. Para sofocar con rapidez cualquier heroísmo que pudiera presentarse el Pacto de Varsovia derramó sobre Checoslovaquia el mayor número de carros de combate que jamás se habían visto en un teatro de operaciones.
En la primera oleada entraron 4.600 tanques acompañados de 185.000 soldados. En la segunda se sumaron a los anteriores otros 6.300 tanques y 400.000 soldados. Para poner estas cifras en perspectiva valga recordar que Hitler empleó 2.500 panzer en la invasión de Francia y, un año después, movilizó otros 3.500 en la Operación Barbarroja. En 1940 Francia tenía 40 millones de habitantes, en 1941 la URSS contaba con unos 200 millones, en la Checoslovaquia de 1968 sólo vivían 14 millones de personas completamente desarmadas.
El Protocolo de Moscú
Una demostración de fuerza tan apabullante persuadió a los checos de que toda resistencia era inútil. Sólo 72 checoslovacos murieron durante la invasión. Los que pudieron, unos 300.000, pusieron tierra de por medio huyendo al extranjero. Dubček fue detenido y enviado a Rusia en avión, donde un enojado Breznev le dio a elegir entre morir o apoyar la intervención. Tras varios días de extenuante interrogatorio Dubček se rindió y puso su firma sobre el llamado “Protocolo de Moscú”.
El protocolo constaba de quince puntos que resumían el regreso de Checoslovaquia a la situación anterior. El programa de acción quedaba de este modo abolido y, con él, la prensa libre y el pluralismo político. Para no empeorar las cosas y dar una apariencia de normalidad, Dubček fue devuelto a su país y unos meses después, cuando lo peor ya había pasado, fue obligado a presentar la renuncia y enviado como embajador a Turquía con la esperanza de que, una vez allí, aprovechase la ocasión para pasarse al oeste. Eso hubiera sido motivo suficiente para orquestar una formidable campaña propagandística contra él. Pero no lo hizo.
A su vuelta de Ankara en 1970 fue expulsado del Partido y desposeído de su escaño en la Asamblea Federal. El régimen le despachó a su Eslovaquia natal, donde le procuraron un trabajo de guardabosques. Los checoslovacos, entretanto, prosiguieron con su larga marcha en la noche del comunismo hasta que, en 1989, la libertad volvió a llamar a la puerta. La segunda primavera de Praga se llamó “Revolución de terciopelo”. Fue pacífica y vino cargada de optimismo, como la primera, pero esta vez ya no hubo tanques rusos recorriendo las calles. La libertad llegó tarde, pero llegó.
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Gracias por contar a los españoles como era el verdadero socialismo. Los que lo vivimos a veces nos cuesta explicarlo con detalles a nuestros amigos europeos a los que nunca les faltó la libertad.