
Como ya barruntábamos durante la madrugada del 21 de diciembre, iba a ser poco menos que misión imposible formar Gobierno en Cataluña. Y eso que en principio parecía fácil. Bastaba con reeditar el pacto de 2016 que, un año y medio más tarde, puso a toda España al borde del acantilado: los ex convergentes, ahora rebautizados como Junts per Catalunya, y los esquerristas con la muchachada de la CUP apuntalando la mayoría absoluta.
Porque escaños tenían ¿o no? Si, claro que los tenían, y los siguen teniendo un mes después. Entre JxC y ERC suman 66 escaños a los que habría que sumar los cuatro de la CUP y les llega, incluso les sobra. La mayoría absoluta en la cámara catalana son 68 escaños, ellos tienen 70.
Bien, hasta aquí la aritmética, a partir de aquí la política. La aritmética les fue propicia, no así la política. Lo que en Madrid se conoce como «bloque soberanista» no es bloque y, a ratos, tampoco es soberanista. Lo primero ha quedado a la vista de todos durante este mes de dolores. JxC y ERC no se pueden ni ver. Son como esos matrimonios que después de un trauma no consiguen rehacer su vida anterior.
El trauma fue la culminación del ‘procés’, aquellas heroicas jornadas de octubre en las que sus líderes decidieron inmolarse con la esperanza puesta en que el pueblo acudiese en masa a sacarles de la pira quemándose las manos. Pero el pueblo hizo mutis por el foro. Un par de manifestaciones a media entrada y bufonadas a gogó como aquella jaula que instalaron en la plaza mayor de Vic a modo de cárcel de juguete.
El jaulón vigatano era la metáfora más acabada de todo el ‘procés’: esperpento, lagrimeo y propaganda en versión reducida. Y todo, claro, sin consecuencias. Los lugareños entraban allí como el que monta en una atracción de feria. Cumplimentado el trámite se iban a comer una escudella con la familia. En esto el inmortal Berlanga también se había anticipado. En «Todos a la cárcel» retrata a un grupo de progres instalados de los años noventa que celebran un evento en una cárcel cuyo broche final es dormir en una celda en recuerdo a los presos del franquismo.
Junqueras y Puigdemont, Forn y Trapero, Sánchez y Cuixart pensaban que revolcarse sobre la Constitución y el Estatuto de autonomía les saldría gratis, el Gobierno cedería, ellos se convertirían sin esfuerzo en los padres fundadores, su nombre sería inmortalizado en calles y glorietas y la posteridad celebraría su asombrosa astucia. Se equivocaban, pero por más que se lo advirtieron porfiaron hasta romper la cuerda. Hoy están en la cárcel, huidos de la Justicia o acusados de graves delitos y con un sombrío horizonte penal por delante.
El ayer fue suyo, el mañana no puede serlo. No estaban en la jaula de Vic, sus actos sí tenían consecuencias inmediatas y sostenidas en el tiempo mientras duren los procesos judiciales en curso y las penas que eventualmente tengan que cumplir. En jerga política han quedado amortizados. Ellos lo saben por eso cada uno ha escogido su propia estrategia de supervivencia.
Los encarcelados cobardean en tablas. Los ex consejeros desertan en masa y alguno incluso amaga con pasarse al enemigo. Forn desde Estremera acata la misma Constitución que pisoteó hace sólo tres meses. Forcadell se baja en marcha asegurando que la DUI no era más que un timo para los ingenuos que se habían tragado el cuento. Junqueras lloriquea desde prisión y reconoce entre sollozos que la independencia era un sueño inviable. Sánchez se rila ante el juez suplicando su perdón a cambio de desdecirse de la vía unilateral.
Puigdemont, por su parte, salió por patas en cuando vio acercarse la primera nube. Desde entonces vive instalado a pensión completa en un universo paralelo, tanto que ha llegado a exigir que le invistan por videoconferencia. No se apea porque de hacerlo tendría que reconocer lo que es desde hace dos meses y medio: un prófugo de la Justicia al que en España espera el Tribunal Supremo y un furgón de la Benemérita para conducirle hasta el penal que designe el juez.
El panorama es desolador, pero no hay recambio. ERC probó durante la campaña con Marta Rovira, pero también está imputada y sus limitaciones son muy superiores a sus ambiciones. En JxC miran al vacío angustiados. Hasta Artur Mas ha terminado haciendo las maletas tratando de poner tierra de por medio con un desastre que él mismo provocó. La revolución siempre devora a sus propios hijos. Esta vez se está dando especial prisa en no dejar ni uno en el plato.
Al cabo, ¿que les queda? Poco más que la intriga y una extenuante batalla contra el reloj porque el día 23 tiene por ley que estar constituido el Parlament. La investidura se puede prorrogar, pero no mucho, un máximo de diez días, hasta el 6 de febrero en el mejor de los casos.
No hay tiempo y no hay con quien llenarlo. Rajoy, una vez más, ha esperado a ver desfilar el cadáver de su enemigo delante de su puerta. Y le está volviendo a funcionar.
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