
No existe nada con más fuerza que una imagen. Todo nos entra por los ojos. Por eso el cine y la televisión son herramientas tan poderosas. Pero las imágenes engañan tanto como las palabras. No son difíciles de manipular, más aún en los tiempos que corren de edición digital y contenidos inmediatos disponibles en el acto en cualquier lugar del mundo.
La imagen del encuentro entre los líderes de las dos Coreas, Moon Jae-in por el sur y Kim Jong-Un por el norte, entra dentro de esta categoría de imágenes perfectas que lo cuentan todo en el segundo que se tarda en mirarlas. La escenografía no podía ser mejor, en el mismo Panmunjon, una reliquia de la Guerra Fría, junto a la caseta de madera en la que se firmó el armisticio de la guerra de Corea hace ya 65 años.
65 son muchos años, tantos como el propio Moon Jae-in, nacido ese mismo año de 1953 muy lejos de allí, en Geoje, una isla frente al puerto de Busan, la única ciudad junto a Daegu que no fue capturada por las tropas norcoreanas durante la guerra. A Kim Jong-Un le faltaban aún tres décadas para llegar al mundo, pero el poder se encontraba ya en manos de la familia, de su abuelo Kin Il-sung concretamente.
Pero rindámonos a la potencia de la imagen. El apretón de manos en Panmunjon tenía su simbolismo… y poco más. Pueden seguir haciéndose todas las carantoñas que quieran, pero allí faltaba un actor fundamental en esta tragedia: los Estados Unidos, con quien más pronto que tarde Kim Jon-Un tendrá que llegar a un acuerdo satisfactorio para ambas partes. Eso no va a ser fácil.
Con todo, la cumbre sí fue histórica en algunos aspectos. Es la primera vez en la que un líder del norte camina por territorio del sur, aunque tan sólo sean unos pocos metros. Si nada se tuerce en los próximos meses asistiremos a dos visitas cruzadas, la de Moon a Pyongyang y la de Kim a Seúl. Más símbolos para un problema enquistado desde hace tres generaciones que va a necesitar algo más que buenas fotografías y sonrisas ante las cámaras.
A Kim Jong-Un hay que reconocerle una capacidad de mutación asombrosa. Si hace sólo unos meses era una burda caricatura de Mao Zedong, la semana pasada parecía un estadista de talla mundial. ¿Quién de los dos es el líder de Corea del Norte? Probablemente ambos y ninguno a la vez. No es Mao Zedong ni un estadista aunque se esfuerce en parecerlo con el numerito cinematográfico de los escoltas corriendo al lado de la limusina presidencial.
Kim es simplemente un tirano con un país en la ruina que necesita árnica y el fin de las sanciones internacionales cuanto antes. Para ello parece dispuesto a casi cualquier tipo de transformación camaleónica. Se diría incluso que hasta podría sacrificar a su niño mimado, el programa nuclear heredado de su padre y que constituye el origen de todos los problemas. Porque nadie hablaría de Corea del Norte si no fuese por la obcecación de sus líderes en dotarse con un arsenal nuclear.
El mundo, a fin de cuentas, convive sin demasiados problemas con multitud de dictadores. Ahí tenemos a la tiranía castrista o al racimo de autocracias de diferentes intensidades que proliferan por Oriente Medio, África y Asia central. La situación de Corea del Norte es hasta cierto punto absurda. Sigue formalmente en guerra con su vecino del sur y se ha empeñado en mostrarse como una amenaza a sabiendas del riesgo que eso comporta en el ámbito internacional.
Probablemente el movimiento de Kim sea el más inteligente. Lo incomprensible es por qué no lo efectuó en 2012 cuando se hizo con el poder. De él depende poner fin a la guerra que su abuelo comenzó en 1950 y que aún no ha concluido. De él depende también olvidarse de ensayos balísticos y experimentos nucleares. Eso mismo es a lo que parece dispuesto ahora que está en las últimas y el hambre aletea de nuevo sobre la cabeza de los norcoreanos.
Esta era, además, la condición que le ponía Trump para reunirse con él y poner fin a las hostilidades del último año. Porque si algún acierto ha tenido el presidente de Estados Unidos en esta historia ha sido el de apretar las tuercas al abusón hasta que el abusón ha depuesto su actitud. Exactamente lo mismo que hizo, salvando las distancias, Reagan con la URSS en los años ochenta.
Pero Trump no es el primero que consigue poner de rodillas al régimen de Corea del Norte. Hace veinte años Clinton hizo algo parecido. Kim Jong-il, padre del actual líder, se avino a negociar cuando el país padecía una hambruna antológica a finales de los noventa. Washington fue obsequioso. Kim Jong-il llegó incluso a reunirse con la entonces secretaria de Estado, Madeleine Albright, en el mismo Pyongyang.
Ahí nació la llamada «política del amanecer» que se tradujo en multimillonarias ayudas económicas al régimen y en la apertura de la zona especial de Kaesong, que hasta hace no mucho dejaba en las arcas del Gobierno norcoreano unos 90 millones de dólares al año provenientes de empresas surcoreanas y rusas. La «política del amanecer» se esfumó cuando Kim Jong-il lo consideró pertinente. Entonces se reanudó el enfrentamiento con su cortejo de pruebas balísticas y amenazas con desencadenar una guerra atómica en miniatura.
Kim padre necesitaba dinero y lo obtuvo. En las mismas estamos ahora con Kim hijo. Luego la cuestión es si Trump se dejará estafar por el trilero de Pyongyang. El precedente está ahí, debería tenerlo muy en cuenta y plantearse desde el primer momento cuál es su prioridad: desnuclearizar Corea del Norte o cambiar el régimen. Ambas no podrán ser, al menos en el corto-medio plazo.
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