De los 210.000 casos de abuso sexual a menores denunciados en Alemania en los últimos 15 años, 94 afectan a personas vinculadas a la Iglesia Católica, es decir, el 0,04% del total. Si presumimos que sólo se denuncian la mitad o, siendo más severos, un tercio de todos los abusos que se cometen dentro de la Iglesia, habría que concluir que la incidencia de éstos dentro del total seguiría siendo minúscula, del orden de un 0,1%.
Desconozco los números en otros países. Espero que el Semanario Alba, de donde he sacado los anteriores, no tarde en ilustrarnos al respecto y, especialmente, en ofrecernos los datos que tocan a otros oficios o instituciones. Pero no pasará nada, porque esto de los menores es la penúltima pedrada que la izquierda se ha sacado del morral para descalabrar a este Papa, a quien no pueden aguantar porque les ha plantado cara, y tamaña osadía, los caballeros de la santa cruzada progre no la toleran.
La pederastia es, aparte de un delito, una aberración sexual. Como tal, se da de un modo más o menos uniforme entre todos los grupos sociales. Eso siempre y cuando exista el freno moral que interpone la cultura judeocristiana. Cuando éste desaparece, la pedofilia es moneda de cambio bastante común como sucedía en la antigua civilización clásica o como sucede hoy en el Islam.
Hace dos o tres mil años -siglo arriba, siglo abajo-, Ganímedes, en plena edad escolar, era copero de los dioses y amante ocasional de Zeus. Eso en el Olimpo, que era de mentira, en Roma el emperador Adriano se solazaba con el jovencísimo Antinoo, a quien luego deificó para que todos sus súbditos le dedicasen culto y atenciones. Hoy, dos o tres mil años después, -siempre siglo arriba, siglo abajo- en muchos países islámicos se venden niñas a ancianos sin que los santones de la izquierda digan ni pío. Faltaría más, es su cultura y ya se sabe que las niñas en Yemen se hacen mujeres a edades tiernísimas, diríase que pederásticas.
El objetivo no declarado es que se asocie de un modo inconsciente la figura del sacerdote con la de un sátiro que pierde los papeles por los jóvenes en flor de su parroquia. No importa que la estadística no sea propicia, que hablemos de cero coma cero, o que la Iglesia, por fin, haya dado la cara y se muestre dispuesta a tomar medidas; ellos tienen el megáfono, el alminar y el muecín que, al final, es lo único que cuenta para apuntalar una mentira.
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