Casi un mes ha estado la Puerta del Sol ocupada. Del entusiasmo del principio pronto se pasó al hartazgo de las últimas dos semanas, cuando se advirtió que el movimiento de los “indignados” no era más que una pantalla que la extrema izquierda ha encontrado para esconder su delirante y antidemocrático programa político. No ha sido ni la mayor ni la más duradera acampada-protesta de la historia, pero sí la que ha concitado mayor atención mediática. 28 días que han dado mucho de sí y han terminado por desenmascarar la jactanciosa “spanish revolution” que ha cabalgado sobre los periódicos de todo el mundo.
“Nobody expects the spanish revolution” (Nadie espera la revolución española) rezaba una pancarta durante la manifestación del miércoles 18 de mayo en la Puerta del Sol. Era la tercera gran manifestación en cuatro días. Las protestas de la llamada generación “ni-ni” (ni estudia, ni trabaja) habían empezado el domingo 15 en una marcha convocada con antelación por la plataforma Democracia Real Ya, un heterogéneo grupo formado en Internet que reclamaba reformas dirigidas a mejorar el sistema electoral y hacerlo más proporcional.
Este grupo, formado básicamente por jóvenes internautas, había nacido meses antes con motivo de la Ley Sinde, aprobada gracias a la traición de última hora del Partido Popular, que después de oponerse a ella la apoyó a cambio de unos ligeros retoques. El artífice del cambio de postura popular, José María Lassalle, un diputado por Cantabria con gran ascendente sobre Rajoy, no podía ni imaginar que un simple cabildeo político podía desembocar en una auténtica revuelta que pronto sería utilizada por la extrema izquierda para tratar no ya de reformar, sino de derribar el sistema del 78.
Para el miércoles 18, cuatro días antes de las elecciones municipales, el movimiento era ya un clamor que copaba los titulares de prensa y se enseñoreaba de los telediarios. Las protestas juveniles que se extendían por todo el país habían desplazado las informaciones del terremoto de Lorca en sólo dos días. Se hablaba del despertar de una generación dormida y condenada al desempleo de larga duración por culpa de la crisis. Para visibilizar sus razones y mantenerlas en lo más alto de las portadas, un pequeño grupo de contestatarios decidió acampar en el corazón de Madrid, la Puerta del Sol.
La primera intentona no salió. La policía desalojó la acampada el mismo día 15 arrestando a algunos de sus integrantes. Dos días después volvieron a intentarlo, esta vez respaldados por el éxito. Había nacido la #acampadasol, etiqueta que rápidamente fue adoptada por los participantes en las redes sociales. El martes la acampada era poco más que un par de lonas alrededor de la estatua de Carlos III rodeadas por unas cuantas tiendas de campaña, casi todas de la marca Quechua compradas en Decathlon, una multinacional francesa de la distribución famosa por sus bajos precios.
De manera aparentemente espontánea se empezaron a convocar concentraciones diarias en la Puerta del Sol al caer la tarde. A esas alturas ya no se les conocía como los “ni-nis”, sino los “indignados”, en reconocimiento a un panfleto de izquierdas escrito por Stephane Hessel que apela a la rebelión contra el capitalismo. Los medios de comunicación de todo el mundo se entregaron con armas y bagajes al movimiento, que pronto mudó de nombre y comenzó a llamarse 15-M por la fecha en la que habían comenzado las movilizaciones. Ganada la legitimidad que sólo puede otorgar la prensa –la misma a la que muchos de ellos aborrecían de palabra y obra–, los indignados de Sol se pusieron manos a la obra en su programa de propuestas para la reforma política, que en sólo un par de días devino en ruptura sin ambages con la Constitución de 1978 y todo lo que representa.
La acampada creció a velocidad de vértigo. El viernes 20 de mayo ya era una ciudad en miniatura. Los acampados crearon comisiones para organizar la vida en el campamento. Al principio unas pocas pero, dada la naturaleza asamblearia del movimiento, en muy poco tiempo se crearon muchas más, hasta 42 en su mejor momento una semana después. Las había de todo tipo, desde la de Alimentación, que se encargaba de dar de comer a los inquilinos de las Quechuas a la de Infraestructuras, responsable del funcionamiento del poblado, pasando por la de Comunicación, conducto oficial para que el resto del mundo supiese de las cogitaciones de los campistas.
Todo aquello, naturalmente, era ilegal. La Junta Electoral pidió al ministerio del Interior disolverlo en varias ocasiones, pero éste hizo oídos sordos. Había mucha gente en Sol y demasiadas cámaras que aún miraban con simpatía –cuando no con apasionamiento– a los acampados. Durante el fin de semana electoral la Puerta del Sol se convirtió en el objetivo predilecto de todos los canales de televisión, que pujaron por ocupar una terraza con vistas a la plaza desde la que retransmitir en directo.
Los líderes de la acampada, que los había, observaban satisfechos su obra magna. Ya podían quitarse sin miedo la careta. De 15-M se cambió el nombre por el de “Toma la plaza”, un lema de inconfundibles reminiscencias izquierdistas desde que los bolcheviques “tomaron” al asalto el Palacio de Invierno. En el interior las asambleas –órgano de gobierno de las comisiones y del propio campamento– se multiplicaban hasta la extenuación. Con ellas el número de chamizos armados con plásticos y estacas fue ocupando hasta el último metro cuadrado de la media luna que alberga el kilómetro cero de las carreteras españolas.
El domingo, jornada electoral, los acampados hablaban ya de dos poderes: el constituido en las urnas y el constituyente, formado por su asamblea general, fuente, según ellos, de la genuina voluntad popular. Un disparate que, sin embargo, era jaleado alegremente por los periodistas destacados a jornada completa en Sol y, especialmente, por los políticos de izquierda –incluido Zapatero– que buscaban desesperadamente recuperar el voto del descontento.
Pasaron las elecciones y, con ellas, la apisonadora del PP, pero el campamento no se levantaba. Fue entonces, cuando empezaron a retirarse las cámaras, el momento en el que la extrema izquierda se adueñó del movimiento. Llegar a un consenso de mínimos costó días y muchas horas de tediosa asamblea al inclemente sol. En la segunda semana empezaron los problemas de orden público y las quejas de los comerciantes. Nadie les hizo caso. Los indignados tenían carta blanca para hacer cualquier cosa. Podían, por ejemplo, cocinar en plena plaza con bombonas de butano o abrir una guardería irregular sin que les importunasen. Eran jóvenes enfadados y el Gobierno les concedió carta blanca ensanchando la manga hasta límites inauditos.
A la tercera semana llegó el hartazgo de tenderos, viandantes y ciudadanos normales que, por más que se empeñasen, en la Puerta del Sol no veían más que un poblado chabolista, una vergonzante favela incrustada en el centro neurálgico de la ciudad y, por extensión, de toda España. Las comisiones sofisticaron sus propuestas: abolición de la monarquía y la democracia representativa, nacionalización de la banca, prohibición de las corridas de toros y del “sufrimiento animal” y promulgación de leyes feministas radicales, condimentado todo con ataques a la Iglesia. La católica, claro, ya que los acampados disponían de chamizo propio para los asuntos espirituales en el que se daban cita chamanes que, al anochecer, practicaban ritos orientales transidos de magia y superstición.
Entre comisiones, subcomisiones, asambleas, grupos y subgrupos de trabajo la población de la favela, reducida a unas 120 personas, disfrutaba de un aparato funcionarial digno de la difunta Unión Soviética. El poder político no tenía que preocuparse. Ni una mala consigna contra el Gobierno y menos aún contra los sindicatos. Engolfados en un anticapitalismo de opereta compuesto de andrajos de mayo del 68 pasados por la posmodernidad del ministerio de Igualdad, los acampados perdieron apoyos casi a la misma velocidad en que radicalizaban más y más sus postulados.
Para los primeros días de junio la cuestión era ya elegir el momento de desmontar el campamento. Pero las asambleas no son el vehículo adecuado para las decisiones rápidas, de modo que el asunto estuvo discutiéndose sin descanso durante diez días. Al final, después de horas y horas de saliva desperdiciada, se “consensuó” salir de Sol el domingo 12, un día después de la constitución de los ayuntamientos. A modo de despedida un pequeño grupo de 300 personas sitió el Congreso dos noches consecutivas, preludió de la gran manifestación final, que recorrió Madrid en la madrugada del 14 cortando el tráfico a placer.
De las masas de la primera hora ya nadie se acordaba, aquellas que, sin distinción de edad, ideología o condición social, apoyaron las protestas en sus inicios. Los indignados se habían transformado en la marca blanca de la extrema izquierda. Un plus de legitimidad que hemos regalado a los que sólo valoran la democracia en tanto en cuanto sus libertades le permiten subvertirla e implantar su peculiar e indignada tiranía.
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