¿Existe la doctrina Trump?

Cunde el desconcierto entre analistas y periodistas. Donald Trump da una de cal y otra de arena, a veces varias de cal, ninguna de arena y viceversa. Nadie sabe por donde va a salir en materia internacional. Pasa de reventar una cumbre del G-7 ofendiendo a sus aliados occidentales y despachándose sin piedad contra el canadiense Trudeau, a mostrarse obsequioso y razonable con un déspota como Kim Jong-un en Singapur. Tanto que no ha puesto pegas en aplazar sine die las maniobras militares conjuntas con Corea del Sur.

Muchos han tirado la toalla ya y no tratan de hacer previsiones que siempre resultan erradas. Simplemente no saben por donde va a ir el presidente y, antes de tener que pedir perdón, prefieren decir «no lo sé» en un alarde de humildad al que los analistas internacionales y, especialmente, los periodistas son poco dados.

Algunos hablan de la doctrina Trump, pero no saben bien como definirla. Otros aseguran que ha trasladado su «Art of the deal» al terreno de la política internacional y, en algunos aspectos, también al de la política interior. La cuestión sería por tanto saber si esa doctrina existe, si hay hilo un conductor, una motivación última que determine el proceder de la Casa Blanca durante el último año y medio.

Toda doctrina implica un conjunto de principios irrenunciables acompañados de una estrategia bien trazada para llevarlos a cabo. El único principio reconocible en el trumpismo es un patriotismo ciertamente asertivo y algo infantil que empezó en la campaña electoral con aquello de «Make America great again», y que ha continuado con la política de «America First».

A partir de ahí se construiría el resto. No parece mucho pero ayuda a explicar la obsesión de la nueva administración por desvincularse de costosos compromisos que, aparte de impopulares entre la mayor parte de la población, no traen más que dolores de cabeza al Gobierno. La factura de la hiperactividad en el exterior, del «hacer algo» ha sido altísima y todos, incluidos los demócratas, lo descuentan.

En Estados Unidos el aislacionismo tuvo siempre mucho predicamento. La idea de que la república es un oasis de paz y libertad en medio de un mundo convulso, inestable e inseguro no ha perdido seguidores. Todo lo contrario. Tras los años expansivos de George W Bush y el octenio del miedo de Barack Obama, la voluntad de desengancharse de los asuntos del mundo es mayor que nunca. Estados Unidos es un imperio que no tiene voluntad de serlo y, lo que es peor aún, que nunca la tuvo. Un imperio a su pesar, algo similar a lo que le sucedió a España durante los siglos XVI y XVII.

Así, frente al «destino manifiesto» los deseos privados del común son mucho más domésticos y tranquilos. Algunos incluso hablan del trumpismo como el realismo en estado puro adobado de una retórica incendiaria y televisiva que a muchos norteamericanos les encanta.

Cuando, hace ya más de veinte años, Trump organizaba veladas de boxeo en su casino de Atlantic City el plato fuerte era cuando los púgiles comparecían delante de las cámaras y amenazaban al contrario. Era todo teatro pero el público enloquecía con aquello. Este tipo de bravatas son las que gasta el presidente, ya por televisión, ya a través de su cuenta de Twitter para regocijo del respetable y pavor de cancilleres extranjeros.

Lo que ha hecho Trump es inscribir su política internacional dentro de una corriente de opinión pública que ya estaba ahí. Lo está escenificando, además, al gusto de sus votantes. Es posible que las formas en Europa no nos gusten, pero no olvidemos que aquí la política también adopta los usos locales y apela a nuestros propios fantasmas que, aunque son distintos que los del votante gringo, no dejan de ser los fantasmas familiares.

Pero, a pesar de que el estadounidense medio no quiere líos, el hecho es que Estados Unidos es el actor hegemónico y lo seguirá siendo durante mucho tiempo. Es un país extraordinariamente rico, cuenta con el mayor y mejor equipado ejército del planeta y los pagos internacionales se hacen en dólares. Es por ello que, a pesar de la palabrería aislacionista, el papel de Estados Unidos en el mundo es mayor hoy que hace dos o tres años. En cierto modo Trump ha supuesto el retorno de Estados Unidos a una escena que abandonó por su propio pie hace casi diez años con motivo del ascenso de Obama al poder.

Porque uno de los rasgos más definitorios de esa doctrina que no aspira a serlo es la obcecación de Trump con invertir o destruir cualquier cosa que hiciese su antecesor. Ahí tenemos los acuerdos de París sobre cambio climático o el acuerdo nuclear con Irán. Estas eran las dos joyas de la corona de Obama, las metáforas de su política de apaciguamiento.

Pero eran simplemente eso, metáforas. Tanto Obama como Trump han formalizado la desconexión en Oriente Medio. La diferencia estriba en que Obama quería abandonar la fiesta entre abrazos y parabienes mientras que Trump ha tirado la barra libre de una patada y luego se ha ido dando un portazo. Aunque se nos antoje lo contrario son, en definitiva, dos formas de hacer lo mismo.

Luego podríamos concluir que no existe nada parecido a una doctrina con unos objetivos predefinidos. Lo que si existen son consecuencias porque, aunque no pueda ser calificado de doctrina, el trumpismo si que existe. Estas consecuencias están a la vista. El vínculo transatlántico está debilitado, pero más en el plano simbólico que en el real.

Estados Unidos puede parecer aislado, pero la realidad no es exactamente esa. A poco que escarbemos unos centímetros sobre la capa de desinformación que hoy lo cubre todo, encontramos sintonía en lo fundamental entre la Casa Blanca y sus aliados. Trump se ha limitado a tomar iniciativas de cara a la opinión pública en las que Obama no creía. Caso del traslado de la embajada de Tel Aviv a Jerusalén que tanto escándalo ha armado. Pero, al cabo, los intereses estratégicos de Estados Unidos y la Unión Europea son en esencia los mismos porque las amenazas son comunes.

No estamos, por lo tanto, ante una doctrina que pueda ser llevada a un manual de ciencia política, sino ante un estilo personal de hacer las cosas. Un estilo que molesta a este lado del Atlántico y entre las élites demócratas de Estados Unidos, pero, no nos engañemos, en buena medida a Trump le eligieron precisamente por ese estilo.

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