En España los créditos hipotecarios son préstamos de garantía personal, es decir, que los beneficiarios de los mismos responden personalmente para liquidar el principal más los intereses. Así, si un banco concede a un individuo 100.000 euros para comprar una casa y, llegado un momento, el solicitante no puede atender el servicio de deuda, el banco ejecuta el colateral –el inmueble- adquirido con el préstamo y, si falta algo, lo pone el deudor. En un mercado alcista, como ha venido siendo el de la vivienda en las últimas décadas esto no suponía ningún problema más allá del previsible desahucio. El deudor liquidaba la deuda con la entidad entregando las llaves, luego el inmueble se subastaba y hasta podía suceder que el banco tuviese que devolver parte de dinero al antiguo propietario.
El problema llegó cuando los inmuebles empezaron a desplomarse en 2008. Los que habían comprado una casa en los años álgidos de la burbuja inmobiliaria, se encontraron con que la casa que estaban pagando valía menos en el mercado de lo que estaban pagando por ella, en algunos casos la diferencia era significativa. En esta amarga situación se encuentran muchos españoles, que, para colmo de males, el desempleo masivo ha condenado a la insolvencia. En este punto llegó el drama social que ha obligado al Gobierno a modificar la legislación. Cuando empezaron a producirse los primeros impagos, entregar las llaves no bastaba. Una vez ejecutados y subastados los inmuebles, los bancos pedían a los beneficiarios de las hipotecas que pusiesen de su bolsillo –o del de sus avalistas– el resto de la cantidad prestada para saldar el crédito.
De este modo, una ley concebida para un mercado eternamente alcista se ha convertido en una espada de Damocles para todos aquellos que se hipotecaron en la fase expansiva de un ciclo marcado por extraordinarias facilidades crediticias, y por una desorbitada inflación en activos como la vivienda. Una legislación que era buena porque abría la posibilidad de pedir una hipoteca a casi todo el mundo, es ahora una maldición. Los bancos las concedían porque tenían la certeza de que iban, más tarde o más temprano, a recuperar lo prestado. La vivienda era un valor seguro cuyos precios crecían como la espuma, y, en el improbable caso de que bajasen, el hipotecado tendría que hacerse cargo del diferencial.
En otros países como Estados Unidos sucedió exactamente lo contrario. La entrega de llaves liquidaba el crédito y era el banco quien se “comía” la diferencia devastando el balance de la entidad. Es, simplemente, otro modelo, tan bueno –o tan malo– como el nuestro. Si lo que queremos es hipotecas baratas y accesibles habremos de asumir que será el hipotecado quien responda personalmente de ellas. Ahora, si lo que queremos es tener la seguridad de que devolver la casa acabará con las obligaciones de pago, no debe extrañarnos que los bancos extremen el control de riesgos y concedan hipotecas con cuentagotas y sólo a individuos solventes o muy bien avalados.
A fin de cuentas, el negocio principal de la banca consiste en adelantar dinero para luego, con el preceptivo interés, recuperarlo. Y no por egoísmo, sino por que el banco actúa de intermediario entre los que ponen (imposición) y los que se llevan (crédito). Si los segundos dejan de pagar o pagan menos de lo que se llevaron, el castigado no es tanto el banco como los impositores y, naturalmente, los accionistas de la entidad.
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