
Hasta la fecha lo más que han dado de sí las conversaciones entre las dos Coreas que se iniciaron hace un mes ha sido la participación conjunta en el desfile inaugural de los Juegos Olímpicos de PyeongChang. No es gran cosa, la verdad. Eso ya lo habían hecho antes: en las de Sydney 2000, las de Atenas 2004 y las de invierno de Turín en 2006. El resto se mantiene como estaba.
La ronda se abrió a instancias de Corea del Norte, que necesitaba bajar la tensión que ellos mismos habían creado durante los dos años precedentes. Hace sólo un par de meses el régimen de Pionyang vivía caminando sobre el filo de un machete. A lo largo del 2017 hizo varias pruebas balísticas incluyendo el lanzamiento de un misil intercontinental que, según ellos, podría alcanzar la costa oeste de EEUU. A principios de año Kim Jong-un dio un discurso en el que aseguraba que las pruebas ya podían darse por terminadas, que lo siguiente sería pasar a la fabricación en serie de esos misiles ya testados.
En esto, evidentemente, hay mucha fanfarronería. Según los expertos los misiles norcoreanos están aún lejos de ser plenamente operativos, por lo que la amenaza que suponen para EEUU es muy relativa. No así para Corea del Sur, que la tienen debajo, o para Japón, que está enfrente. Kim Jong-un se ha encontrado, además, con una reacción internacional muy adversa. Le han frito a sanciones tanto EEUU como el Consejo de Seguridad de la ONU. Incluso Pekín, su único aliado de cierto peso (el otro es Cuba), su respaldo financiero y su abogado defensor en los foros internacionales, está empezando a hartarse. Al dictador, en definitiva, no le quedaba otra que tomarse un respiro y cambiar la estrategia tratando de rizar el rizo, es decir, conseguir que le levanten las sanciones mientras mantiene operativo el programa nuclear.
Y es ahí donde entra la operación olímpica que más que operación podría denominarse ofensiva habida cuenta de que Corea del Norte es un país que vive en permanente estado de guerra. Necesitaba cortar la cadena que le asfixia y se está concentrando en su eslabón más débil, que es Corea del Sur. Lo es por varias razones.
La primera por una cuestión sentimental. Son coreanos a ambos lados del paralelo 38 y cualquier tipo de acercamiento toca la fibra sensible de aquella sociedad. La segunda es de tipo político. Moon Jae-in, presidente de Corea del Sur desde hace sólo unos meses, es un progresista del Partido Democrático Unido y, como tal, es partidario del diálogo con el norte y poco proclive a la presencia de las tropas de EEUU en suelo coreano. El hombre perfecto con el que revivir la «política del sol» de hace 20 años que acercó a las dos Coreas más que en ningún otro momento desde la guerra.
La tercera razón es de índole estratégica. Si estallase una guerra el primero en sentirlo sería Corea del Sur. Sobre ellos caerían las primeras bombas y tendrían que defenderse de una invasión terrestre. Cuando tienes a a alguien apuntándote es normal levantar las manos. Kim Jong-un ha entendido que no debe aplicar presión sobre el sur, que es contraproducente, que para sus intereses funcionará mejor la apelación a la fraternidad. A fin de cuentas los enemigos de Pionyang son Japón y EEUU no la república del sur, a la que consideran territorio ocupado.
Si consiguiese meterse en el bolsillo a Moon Jae-in éste se convertiría en su mejor representante para negociar ante la ONU el levantamiento de las sanciones que pesan sobre el país. En los dos últimos años Corea del Norte las ha coleccionado y están afectando a la economía del país aunque oficialmente no lo reconozcan. Corea del Norte actualmente está fuera del sistema financiero internacional porque están prohibidas las transferencias a aquel país. No puede exportar oro, plata, carbón, cobre, níquel, zinc hierro y plomo. Tampoco puede exportar pescado. En la última ronda de sanciones en septiembre de 2017 la ONU limitó el crudo que puede importar y prohibió las empresas conjuntas en sectores como el textil. Los norcoreanos tampoco pueden salir a trabajar a China y enviar divisas desde allí, Ningún miembro de la ONU puede dar trabajo a nacionales de Corea del Norte. En EEUU ni siquiera pueden entrar.
Cualquier país con semejante cúmulo de sanciones se viene abajo. No es el caso de Corea del Norte, que está hecho a los sacrificios, pero en ese plan no puede ni soñar con mantener su programa nuclear. Necesita a sus vecinos del sur más que nunca. Son, de hecho, su única esperanza.
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Utilizar los JJ.OO. para publicitar una causa aprovechando que están en el foco mediático mundial, es un peaje inevitable del olimpismo. Así, han sido escaparate de alardes de prosperidad y poderío, altavoz de causas terroristas o muestra de capacidad de boicot. En esta ocasión los surcoreanos los usan como muestra de que son un país seguro y operativo pese a la amenaza de sus primos y los norcoreanos los usan como demostración de su voluntad de distensión tras unos meses de bravatas y misilazos que han logrado irritar a enemigos y a afines a cambio de nada en concreto. En la naturaleza del régimen norcoreano no está la concordia, por lo que esta distensión olímpica es como la sonrisa de un caimán: sospechosa.
Un cordial saludo.