Revel o el compromiso

El 19 de enero de 1924 venía al mundo en Marsella, la capital del soleado Mediodía francés, Jean-François Ricard. Dos días más tarde, el 21, en uno de estos caprichos que la historia tiene de tanto en tanto, moría, muy lejos de allí, Vladimir Ulianovsk, Lenin. En aquellos movidos años de entreguerras se descompuso el mundo que había venido siendo desde los tiempos de Napoleón y se dibujó el que sería, el que ha llegado hasta nuestros días. Jean-François, que era aún un infante de corta edad, no lo sabía, pero el destino le había hecho nacer en el momento inaugural de un siglo que 80 años después él mismo se encargaría de rebautizar como «el de las sombras».

La familia Ricard no era ni muy rica ni muy pobre, ni poblada por patanes ignorantes ni excesivamente culta. Se trataba de una familia de clase media francesa que observaba las fiestas de guardar y era lo suficientemente sensata como para dar la oportunidad a sus hijos de dotarse de una buena formación. Enviaron a Jean-François a estudiar a la Escuela Libre de la Provenza, y una vez se hubo graduado como bachiller –literario, para más señas– fue a Lyon, en el amplio valle del Ródano, para matricularse en la Escuela Normal Superior. En la Normal tendría por maestro a Louis Althusser. No vio nada extraño en él, al menos en aquel momento. Ya tendría oportunidad de verlo más tarde.

Su mundo, sin embargo, el mundo en que había nacido y en que le habían salido los dientes, se vino abajo a finales de la primavera de 1940. En seis semanas el poderoso ejército francés sucumbió a la apisonadora alemana. El trauma que sufrió Francia fue considerable. Los alemanes habían no sólo liquidado en mes y pico lo que no consiguieron en cuatro años durante la Gran Guerra, sino que habían estudiado el modo de humillar a su archienemigo con un refinamiento casi oriental. Hitler exigió que el armisticio fuese firmado en el mismo vagón en el que, en 1918, se había sellado la rendición de Alemania, que los franceses conservaban en un bosque como monumento nacional. Tras la deshonra, el Führer ordenó que el vagón fuese astillado.

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A sus 20 años, el joven y apuesto resistente no daba puntada sin hilo y presumía de lecturas: primeras y segundas. Escogió Ferral porque le gustaba como sonaba, sí, pero también porque ese era el nombre de uno de los protagonistas de la más celebrada novela de André Malraux, «La condición humana». Ferral es, en la novela, uno de los ocupantes de Shanghái que presionan a Chang Kai Chek para que resista y salve a China del comunismo. André Malraux, sin embargo, había sido un convencido comunista, un trotskista cosmopolita y trotamundos que se desencantó, como tantos otros, de una utopía siempre acompañada de sangre y sufrimientos. Pasado aquel tiempo perdería el gusto por el autor y por la obra en cuestión; «ciertas novelas se marchitan«, apostilló mientras conversaba con un viejo amigo muchos años después.

Malraux, tenía 23 años más que Revel. Pertenecía a la generación de intelectuales inmediatamente anterior, la que sirve siempre de referencia, la que fija las metas que, casi obligatoriamente, han de ser superadas. Como novelista, Revel nunca superó a Malraux, mayormente porque no se dedicó a ello; como intelectual, le dejó en la cuneta. ¿Alguien se acuerda hoy de la infinidad de bandazos del novelista francés?

La paz trajo consigo la embarazosa edad adulta. Llegó de golpe. A Revel, como a todos los de su generación, la guerra le partió en dos la adolescencia. Lo que de natural es un plácido sendero que conduce de la niñez a la juventud se convirtió en un muro con dos compartimentos estancos: el antes y el después. Jean-François lo padeció por partida doble. Por un lado, con la paz tocaron a su fin los tiempos heroicos de camaradería pseudobélica y de sueños con la victoria final, que alimentaban el día a día de los resistentes de a pie. Por otro, en casa tenía un problema: su padre, que había abrazado con entusiasmo el régimen de Vichy. Tras la Liberación, la justicia fue durísima con los que habían colaborado con los nazis, o al menos con los que se habían significado. A causa de aquella depuración su padre dio con sus huesos en la cárcel.

La relación con su padre no había sido fácil, especialmente desde que éste se comprometió en firme con un Gobierno que al hijo se le antojaba bastardo. No fue impedimento, sin embargo, para que, en cuanto tuvo la oportunidad, le sacase de la prisión en que le habían confinado. Le devolvía así el favor de engendrarle y transmitirle provechosas costumbres, como la de leer o la de admirar la pintura, y buenas facultades, como la curiosidad innata. Al final, el joven Ricard, ya convertido en Revel, terminaría ganándose la vida y cosechando fama y nombre por ese ramillete de sanos hábitos con que le equiparon en la infancia.

El año de la Liberación, 1945, supuso también el de su entrada en el Partido Comunista. Uno de sus profesores le persuadió para que diese el paso y se subiese al carro que llevaba al futuro, un futuro socialista y revolucionario. Lo hizo, se inscribió y recibió su flamante carné de comunista, la seña de identidad de millares de jóvenes europeos de la época. Pero, como era de natural desconfiado e indiscreto, se tomó el trabajo de leerse un texto sobre el realismo socialista. Indignado por lo que acababa de leer, se dio de baja en el Partido, y tres días después rompió el carné en público; en los Jardines de Luxemburgo, para que no quedase duda alguna de que él, Jean-François Ricard, no era comunista. La anécdota se encargaría de consignarla en sus memorias precisando que esa fue su «exigua y breve contribución con carné a la Revolución proletaria mundial».

Francia perdió muchas vidas durante la contienda: más de medio millón; especialmente de hombres en edad de merecer y trabajar. Esto, junto al prodigioso crecimiento económico de la posguerra, posibilitó que una generación completa no encontrase problema alguno en colocarse, incluso en elegir destino. Revel, como todos los que le acompañaron, tuvo esa fortuna. En la Escuela Normal se había especializado en Filosofía, corolario final de una desmedida afición por la literatura que le condujo al pensamiento; o viceversa, tanto da.

Maestro a su pesar

Como era joven, arrojado, tenía un historial político intachable y sabía filosofía, le pusieron a trabajar para el Comisariado de la República en la región de Ródano-Alpes. En aquella etapa cometió la primera travesura. Él, que se había soñado un irresistible Don Juan, dejó embarazada a una joven periodista. En sus memorias, el apurado padre cargaría parte de la culpa sobre los hombros de Jean-Paul Sartre, un pensador a quien, con razón y por otros motivos, terminaría perdiendo el respeto.

De aquel desliz nacería su hijo Matthieu, que llevaría el apellido de la familia, Ricard, quizá para dejar claro que Revel sólo habría uno. A los dos años fue trasladado a Tlemecén, en Argelia, para dar clases de filosofía en un liceo de la entonces perla colonial del norte de África. Desde ese momento Revel no perdería su afición por andar de aquí para allá, aprender lenguas y dedicarse a otros oficios menos atados a las servidumbres de la biblioteca.

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Tras una corta estancia en Francia, el mundo le llamó de nuevo. Fue enviado a México, a enseñar en el Instituto Francés de la capital azteca. A esas alturas conocía bien la cultura española. A fin de cuentas, él era del sur, de la tierra donde Francia se funde en azul con el Mediterráneo y en verde oscuro con los encinares y olivares de Italia y España. Nuestra cultura, además, había brillado por aquellos años con especial intensidad: los poetas del 27, Picasso, Miró y, por supuesto, Ortega y Gasset, el único pensador español de su época que fue reconocido de igual a igual por sus colegas de allende los Pirineos.

Dar clase le seguía sin gustar, pero, para compensar el sinsabor, entabló una fructífera relación con Luis Buñuel, el cineasta aragonés exiliado en México, que ambos remataron organizando una filmoteca francesa. Revel sería su director. La afición por el cine –por el bueno, se entiende– no la perdería jamás. La faceta cinéfila de Revel es un tanto desconocida, quizá porque sus muchas habilidades la solaparon. Pero un filósofo, un hombre curioso, amante de la vida y los placeres no podía dejar pasar de largo la expresión artística más genuina del siglo XX.

En México terminó de aprender nuestra lengua –nunca la olvidaría– y se abrió a un nuevo universo cultural y humano, el hispano, que a la larga le colmaría de satisfacciones. En 1952 dio por terminada su etapa mexicana. Italia le esperaba. No le destinaban a la anodina enseñanza secundaria; no más institutos, no más liceos. En Florencia, la ciudad de los Medici, Miguel Ángel y Rafael, ingresó en la Facultad de Filosofía y Letras como profesor de filosofía.

En Italia se imbuiría hasta la médula de la cultura italiana, complemento perfecto de la española y de la suya natal, la francesa, el tridente cultural latino que Revel llegó a conocer hasta sus más escondidos recovecos. Se diría que estaba predestinado para ello. Habiendo nacido en Marsella, una ciudad de origen griego, a medio camino entre España e Italia, lo raro es que se hubiera convertido en un germanista.

Allí, a la sombra del campanario de Santa María de las Flores y tal vez influido por el síndrome que describiese Stendhal, se enamoró perdidamente de una italiana: Paola. Con el correr de los años hablaría de este amor como si hubiese sido parte de un drama en tres actos: «El episodio Paola tiene cierto halo de extrañeza brechtiana en el que me veo como un personaje de comedia».

Tenía poco más de 30 años, y estaba a punto de dar el salto definitivo, de empezar a trasladar al papel las ideas que revoloteaban por su cabeza desde hacía una década.

Polemista de oficio

En 1956 regresó a Francia. Recaló primero en Lille, en el profundo norte, como profesor del Liceo Faidherbe. Dos años más tarde se estableció en París, ejerciendo de lo mismo en el Liceo Jean Baptiste Say. Los años de enseñanza iban a acabarse, y los de llamarse Ricard también. En 1957 sustituyó su apellido paterno por el que le haría famoso. Cambiarse el nombre estaba al alcance de cualquiera, pero salir del instituto para dedicarse a otros menesteres más edificantes no era tarea fácil. Revel brillaba intelectualmente, pero necesitaba un nombre que le permitiese vivir de eso. En 1957 publicó su primera novela, «Histoire de Flore«, y al poco su primer ensayo, «Pourquoi des philosophes«, que podría traducirse libremente como «¿para qué sirven los filósofos?». La primera en la frente. Incorregible.

La novela pasó inadvertida; no así el ensayo, que le ganó fama inmediata por lo revolucionario de su tesis principal. Revel planteaba lo obvio. ¿Para qué necesitamos la filosofía en el mundo actual? La filosofía que se estilaba desde el siglo XVIII, la que perseguía –dogmas mediante– la construcción de la sociedad ideal, estaba en crisis, simplemente porque el mundo iba a su aire, ignorando las peroratas de los filósofos reconvertidos en ingenieros sociales.

El filósofo más en boga de aquella época, Jean-Paul Sartre, ese fantasma que se perdía en la lejanía de su juventud, se llevó lo suyo en la refriega. Al pensador más célebre de Francia, Revel lo despachó con dos aguijones certeros: «¿Por qué el filósofo de la libertad la odia ahora?, ¿por qué este inteligente pensador aprobó la noche intelectual del comunismo?». Muchos lo tacharon de inaceptable panfleto, otros de obra imprescindible. El escándalo fue monumental; pero le abrió las puertas de otro oficio, al que dedicaría los mejores y más creativos años de su vida: el periodismo.

En 1960 ya era redactor jefe de France Observateur y asesor literario en la editorial Julliard. Tres años después abandonó la educación. En 1965 la editorial Robert Laffont le reclamó como consejero. Al año siguiente el prestigioso semanario L’Express le fichó como editorialista. Nada volvería a ser igual en la revista. Los textos de Revel no pasaban inadvertidos, en esos tiempos marcados por Mayo del 68 y el final del gaullismo. El viejo De Gaulle, héroe de guerra y emblema de la Quinta República, tampoco se libró de las críticas del cada vez más irreverente Jean-François Revel, el editorialista más temido de Francia.

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Revel, naturalmente, nunca fue ni fascista ni reaccionario; más bien todo lo contrario: se consideró siempre de izquierdas. «Jamás dejé de considerarme como un hombre de izquierdas. En un principio, ser de izquierdas era luchar por la verdad y la libertad, [aunque] si encontrar a Castro repugnante es ser de derechas, entonces quiero ser de derechas». Jugaba a placer con los lugares comunes del espectro político, desesperando a sus interlocutores. En los debates a que le invitaban en televisión rompía los esquemas preestablecidos asegurando que, como hombre de izquierdas que creía en el progreso, no podía más que reafirmar su confianza en el libre mercado y renovar su apoyo a los Estados Unidos.

En los primeros 70, cercano a la cincuentena, era ya el polemista más famoso de Francia. Le acusaban de estar contra todo y contra todos. Nada más lejos de la realidad. Pocos pensadores y casi ningún periodista de entonces tenían un abanico de principios tan bien cimentado como Revel. Una idea bastante certera de la libertad era su guía, y nunca transigió con la violencia, allá donde se produjese. «La violencia ha servido siempre más para oprimir que para liberar». Lo decía, obviamente, por los disturbios del mayo parisino, con el que fue especialmente severo. «La violencia es el sustituto de los votos que no tienen«, remacharía mucho más tarde, refiriéndose a la izquierda revolucionaria.

La conciencia de Occidente

En 1970 dio a la imprenta el primero de los libros que constituirían lo que, a su juicio, sería la espina dorsal de su obra. Llevaba por título «Ni Marx ni Jesús«, un magistral alegato del ateísmo liberal. Un libro «involuntario y accidental» escrito tras un viaje a los Estados Unidos que le produjo un gran impacto: «Me llamó la atención en los Estados Unidos la amplitud del abismo que separaba nuestras informaciones televisadas, controladas por el Estado, afectadas, charlatanas y monótonas, entregadas a la versión oficial de la actualidad, y las chispeantes, agresivas Evening News de NBC o CBS».

Con «Ni Marx ni Jesús» comenzó en serio su cruzada personal contra la mentira, el arma más poderosa de nuestro tiempo, más incluso que los misiles nucleares. Dejó de lado el cultivo de la filosofía pura, abandonando en un baúl escondido antiguos estudios como el que había realizado sobre Proust, para centrarse en la filosofía de lo inmediato, en el análisis de lo que estaba ocurriendo. Supo conjugar la reflexión pausada y documentada del filósofo con la agilidad y el ojo clínico del analista de actualidad.

A lo largo de la década de los 70, marcada por la fatalidad, por la presunta inevitabilidad del socialismo, Revel fue desgranando textos que empezaron a ser traducidos a otras lenguas. Durante aquel eclipse, los libros de Revel se vendían como rosquillas. La parroquia liberal ni quería ni había dejado de serlo. Títulos como «La tentación totalitaria» irrumpían en el mercado con primeras frases lapidarias: «El mundo actual evoluciona hacia el socialismo»; apuntaladas por otras no menos terminantes: «¿Existe en nosotros el deseo de ser gobernados de modo totalitario?».

A «La tentación totalitaria» le siguieron obras no menos importantes, tanto por su elevado grado de aceptación como por lo acerado de su análisis. A este periodo corresponde «La gracia del Estado» y «Cómo terminan las democracias«, publicados en 1981, año en que dimitió como director de L’Express y se incorporó como editorialista a Le Point. Los dos libros son, un cuarto de siglo después, plenamente actuales. A principios de los años 80 la otrora libre y próspera Europa había sucumbido sin remedio al comunismo criminal del Este y al socialismo burocrático del Oeste. El primero no era más que un estalinismo ampliado en el tiempo y en el espacio; el segundo, el fruto último de la desconfianza que los europeos occidentales sentían por la libertad.

Un Revel pesimista, afectado por el momento, afirmaría más tarde: «La situación jamás había sido tan peligrosa. Había gigantescas amenazas de la Unión Soviética. Le habíamos concedido la paridad nuclear. Los soviéticos amenazaban toda la zona del Golfo, se infiltraban en África. Existía el riesgo de que Occidente no tuviera más remedio que blandir la amenaza atómica».

El comunismo, sin embargo, era ya un cadáver en plena descomposición. Décadas de crímenes, pobreza e ineficacia lo habían carcomido por dentro. Había sucedido lo que el propio Revel bautizó más tarde como «el absolutismo ineficaz». Años después, sin que la izquierda europea se enterase del todo, el Muro se vino abajo. No es que Revel lo hubiese predicho, es que la sangrienta quimera no podía mantenerse mucho tiempo más, porque si bien es cierto que en nosotros reside la tentación totalitaria, también lo es que albergamos cierta aspiración por la libertad. La mezquindad y la nobleza se dan cita en el alma humana, en la condición humana que glosase Malraux en aquella novela de la juventud de Revel.

Reconocido, aunque odiado por la intelectualidad francesa y la de medio mundo, cuando en 1988 apareció en las librerías «El conocimiento inútil» Jean-François Revel era ya uno de los grandes liberales del siglo. Lectura imprescindible para cualquier periodista honesto, «El conocimiento inútil» parte de una paradoja: ¿cómo es posible que en la era de la información ésta sirva justo para lo contrario?; es decir, que en una época dominada por la superabundancia informativa nos encontramos con que la desinformación y la mentira campan a sus anchas.

No querer ver la verdad que se tiene delante de las narices no es cosa de ahora. Los atenienses de la época de Demóstenes, por ejemplo, no querían ver que Filipo de Macedonia iba a comérselos, a pesar de que el propio Filipo insistía en ello. Al final pasó lo que tenía que pasar. La gente prefiere muchas veces «la catástrofe a la lucidez», concluía Revel, apesadumbrado. Sabía lo que decía. Conocía los entresijos de la comunicación y la trastienda de la mentira. Se había expuesto a ella en primera persona. En François Mitterrand, por ejemplo, vio una personalidad patológica obsesionada con el poder: «No escuchaba, no preguntaba. Su único objetivo moral en el mundo era su propia supervivencia política». Un vividor de la política que carecía de ideas o de proyectos y que convirtió el Palacio del Elíseo en «una cueva de malhechores». Un depredador implacable que, a juicio de Revel, era «como un jugador que dice: es el 8 el que va a ganar, jugaré al 8«.

Mitterrand no fue el único que recibió el imparcial arponazo de un hombre que diseccionaba todo lo que se ofrecía a sus ojos. De Giscard, en el otro extremo del arco, afirmó que era un vanidoso irresponsable cuya única angustia era perpetuarse en el cargo a cualquier precio. Todos los políticos que le padecieron pasaron a mejor vida, y la historia fue haciendo justicia con la almibarada memoria que habían cocinado los pelotas de siempre. Él, entretanto, en lugar de regodearse con el colapso del imperio rojo, advirtió desde muy temprano del nuevo peligro que se abatía sobre la conciencia de Occidente. Sus reflexiones en torno a este tema vieron la luz en el último de sus grandes ensayos, «La gran mascarada«. Como los anteriores, atravesó la sensible epidermis de la intelectualidad europea con la precisión de un cuchillo jamonero. La pregunta ahora era: ¿por qué pervive la utopía socialista a pesar de haber sido, durante 70 años, una pesadilla para la humanidad?

La gran mascarada sirvió, además, para que una nueva generación, la compuesta por los que no habían visto el socialismo de cerca, se acercase al ya venerado maestro del liberalismo europeo, que era legendario hasta por sus excesos en la mesa. Gozó siempre de una envidiable salud de hierro, pero justo es decir que, por sus hábitos, nunca se la mereció.

Su afición por el vino era célebre, se glosaba en tertulias y formaba parte de la leyenda de hombre recio que había construido a base de comilonas. Esto, claro, no significaba que fuese un borrachín de los que se pasan el día agarrados a una botella de vino peleón. Revel fue un gourmet, un experto gastrónomo que hasta se dio el lujo de dedicar un libro a este noble arte: «Un festín en palabras». Conocía de cerca todas las cocinas regionales de Francia, y se sabía de memoria las especialidades de medio mundo. En esta atípica obra no olvidaba remarcar que, a pesar de todas las exquisiteces que pueblan la gastronomía mundial, la comida que más apreciábamos era la preparada con los ingredientes y al estilo de la de nuestra madre, porque es en la infancia cuando se forma el gusto. Aguda observación que muchos suscribieron rememorando guisos y sabores de otros tiempos. Atento a su propio diagnóstico, no olvidó dedicar el libro a su madre.

Revel sabía que estaba en tiempo de descuento. En 1997 publicó sus memorias, un delicioso volumen de casi 700 páginas que tituló «El ladrón en la casa vacía«. No era una autobiografía al uso, sino un precipitado de lo que había vivido desde su infancia hasta los años 80. Aunque muchos entonces la dieron por finiquitada, la obra de Revel continuó con la ya mencionada «La gran mascarada» y con su último libro, «La obsesión antiamericana«, publicado en 2002, cuando su autor contaba 78 años de edad. Suponía una revisión corregida y aumentada de «Ni Marx ni Jesús» e incorporaba una nueva reflexión sobre el «antiamericanismo mecánico» de una sociedad europea que ha pasado más tiempo vanagloriándose de democrática que ejerciendo la democracia. Caprichoso contrasentido, porque Estados Unidos es un país que «en doscientos veinte años no ha conocido ni una sola dictadura, mientras que Europa las ha coleccionado».

A pesar de que era el pensador más vilipendiado de Francia, vivió lo suficiente como para recibir alguna que otra medalla; no muchas, la verdad. En 1998 ingresó en la Academia Francesa. En Alemania le dieron el premio Konrad Adenauer, y en España se llevó, como regalo por su octogésimo cumpleaños, la Gran Cruz de Isabel la Católica. Mientras lo poco que queda de la Europa liberal le tomaba por Maestro, para el resto Revel era un incómodo cascarrabias al que ya se habían cansado hasta de llamarle fascista.

Ni la edad, ni los reconocimientos ni los reiterados insultos hicieron jamás mella en su ánimo. Estaba al tanto de todo, leía a diario los periódicos y se daba buenas sesiones de televisión, medio en el que, después de todo, se cuecen los grandes temas de nuestro tiempo. En sus últimos años la curiosidad y su confesada voracidad lectora le jugaron alguna mala pasada. Cuando se anunció la entrada en vigor del euro, ardió en deseos de opinar sobre un asunto tan árido y se puso a estudiar a fondo el proyecto, con consecuencias fatales: «Después de haber leído 75 páginas sobre la moneda única, me he dicho: esto va a estropear tu estilo, menuda jerigonza. Mejor lo dejo y abro un clásico, para purificarme«.

Y es que uno de los tesoros de Revel era su estilo, inconfundible, mordaz, con las dosis justas de sentido del humor, sabiamente administradas. Poseía la pluma más ágil de Francia, un país cuyos ensayistas son muy dados a los tostones infumables. Le molestaba que no le incluyesen dentro de la literatura francesa por el mero hecho de dedicarse al ensayo y no a la novela. «Con ese criterio, Homero, Tito Livio, Tácito, Montaigne o Tocqueville tampoco son parte de la literatura», denunciaba sin que nadie le escuchase.

Sus artículos en Le Point se convirtieron en referencia obligada para informarse y para pasar un buen rato. «El inglés yuxtapone, el francés subordina«, solía decir para justificar los malabarismos que hacía con la lengua. Antológica, por ejemplo, es su descripción del comunismo recogida en La gran mascarada: «La genialidad del comunismo ha residido en autorizar la destrucción de la libertad en nombre de la libertad (…) El totalitarismo más eficaz, y por ello el único presentable, el más duradero, no fue el que realizó el Mal en nombre del Mal, sino el que realizó el Mal en nombre del Bien». O la que dedicó al primer ministro Jean-Pierre Chevenement en sus memorias: «Lenin provinciano y beato, perteneciente a la categoría de imbéciles con cara de hombres inteligentes, más traperos y peligrosos que los inteligentes con cara de imbéciles».

Durante el invierno de 2006 su salud fue empeorando: ni las curas en Suiza podían ya remediar los estragos de la edad y del frenético ritmo del académico que era cualquier cosa menos un académico. La última entrevista la había concedido meses antes, y se le veía poco en público, especialmente en sus adorados restaurantes parisinos. Un cuerpo al que durante ocho largas décadas había pedido más de la cuenta le dijo basta el último día de abril de 2006. Lo hizo con otra ironía, pareja a la de su nacimiento. Su corazón dejó de latir en un hospital a las afueras de París llamado Kremlin-Bicêtre.

Muerto el hombre, queda su obra, un portentoso legado que aprovecha en las mentes de las tres últimas generaciones de liberales que ha dado el siglo XX y en las de la primera del siglo XXI. Su nombre forma ya parte del panteón de los virtuosos del pensamiento, de los buenos de corazón y, sobre todo, de los hombres libres. Ahí es nada. Revel nunca fue creyente, y defendió sus convicciones ateas con pasión. En cierta ocasión, durante una entrevista, le soltaron a bocajarro una inquietante pregunta: «¿Piensas en tu muerte?». A lo que Revel respondió con cierta flema: «Evidentemente«.

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