Tócala en griego, Sam

Mariano Rajoy es de esa especie de hombres que todo lo hacen mal pero que al final todo les sale bien. Hagamos memoria. Este registrador de Pontevedra titular de Santa Pola, ayuno de pasión, de no muchas luces pero constante en sus odios y obsesiones, lleva desde 1981 amorrado a la teta del contribuyente encadenando cargos públicos como un tragaperrista anónimo encadena pitillos apoyado sobre la máquina del bar. Todos bien remunerados y a los que nunca dedicó más trabajo que el de vigilar que nadie le hiciese sombra.

Empezó de diputado autonómico en su Galicia natal, continuó como diputado nacional, tres veces ministro, diputado de nuevo durante los plácidos años del zapaterato –en los que sesteó a placer mientras en su partido se robaba sin tasa– y, finalmente, presidente de Gobierno. En todos sus empeños políticos ha sido un desastre. En todos exactamente no. Ha demostrado un encomiable dominio del navajazo traidor con sus rivales del partido. Eso le ha permitido llegar a 2015 como un auténtico fósil viviente del aznarismo. El último de una clase de saurópsidos del Pérmico extinguidos hace ya tiempo.

Rajoy siempre tuvo suerte, mucha suerte, demasiada suerte. Se diría que el cosmos entero se ha ido reordenando para solucionarle la vida cada vez que se encontraba ante un brete

En un país serio tipo Suiza, tipo Luxemburgo o tipo Liechtenstein alguien como Rajoy no hubiese llegado a nada en la vida. Echaría las mañanas en una covacha administrativa del cantón jugando de matute al buscaminas con el ordenador y apuraría las tardes encerrado en casa rumiando fracasos. Aquí en cambio ha llegado a lo más alto. Todo gracias a las taras que le son propias a un país como el nuestro, adicto al politiqueo y adorador del dios BOE, pero no solo a ellas. Rajoy siempre tuvo suerte, mucha suerte, demasiada suerte. Se diría que el cosmos entero se ha ido reordenando para solucionarle la vida cada vez que se encontraba ante un brete.

Llegó al poder de pura carambola. Es más, en rigor no se puede decir que ganase las elecciones. Las perdió el contrario. Si echamos una segunda mirada a los resultados de 2011 veremos que su “histórica mayoría absoluta” quizá fue absoluta por aquello de que unas elecciones son el imperio de la relatividad, pero no tan histórica como se cree. A pesar del desgaste total de Zapatero solo fue capaz de arañar poco más de medio millón de votos con respecto a los comicios de 2008. En aquel año obtuvo 10.278.010 votos. En 2011 no consiguió llegar a los 11 millones, se quedó en 10.866.566. Hágase cargo de que durante esos cuatro años el censo había crecido en más de 700.000 nuevos votantes. En resumen, los que le votaron en 2008 volvieron a votarle en 2011 y ganó algún despistado por el camino. ¿Ve como no arrasó?

Pero, ay, aquel año los votantes de izquierdas decidieron quedarse en casa agraciándole con una mayoría parlamentaria –esta vez sí– histórica. En sus tres años y poco al frente del Gobierno no ha hecho nada reseñable más allá de fabricar desempleados a manta, hiperregularlo todo con sorayífica precisión, soltar etarras de la cárcel, moler a impuestos al personal y endeudarnos hasta las cejas. En resumen, lo mismo que había hecho Zapatero durante su segunda legislatura. Pero un zapaterismo renovado parecía impracticable hace tres años. Se había gastado demasiado en demasiado poco tiempo en demasiadas tonterías y los acreedores desconfiaban. Los sucesivos zapatillazos fiscales de Montoro y los oficios sorayescos con los señores de la prensa no bastaban para enderezar el rumbo. Aquellos meses fueron un auténtico calvario, tal vez el único por el que Rajoy ha pasado en toda su anodina y funcionarial vida de fumador de puros y lector del Marca. Muchos creyeron que al pontevedrés se le había acabado la suerte y que no se comería las uvas en Moncloa, las uvas de 2012. En estas apareció Mario Draghi en su auxilio y le solucionó la papeleta. El BCE se encargaría de que el Gobierno español pudiese entramparse sin más límite que el que sus políticos creyesen oportuno. Ahí empezó el gran carnaval de las subastas del Tesoro que aún no ha concluido pero que cuando concluya promete un fin de fiesta antológico, un entierro de la sardina del que se harán eco en todo el mundo.

El efecto rebote del cataclismo de 2012 sumado a la bajada del petróleo y la más que posible llegada de Syriza al poder en Grecia pueden obrar el milagro de regalarnos una segunda legislatura a Rajoy

Desde entonces el Estado y su jefe máximo se han dedicado a vivir de prestado confiándolo todo a una recuperación económica que habría de llegar en algún momento. La corrupción, las penurias de una buena parte de la población y el desbarajuste generalizado que ahora rompe en forma de banderías, pendencias y odios le ha traído al fresco. Pues bien, la recuperación propiamente dicha no ha llegado pero el efecto rebote del cataclismo de 2012 sumado a la bajada del petróleo y la más que posible llegada de Syriza al poder en Grecia pueden obrar el milagro de regalarnos una segunda legislatura a Rajoy.

El petróleo a 50 dólares va a inyectar al manirroto Gobierno español un saco de millones con los que no contaba. Contribuirá asimismo a estimular la actividad económica. No existe mejor propulsor para la economía que la energía barata. Proyectos empresariales que eran inviables ahora serán viables como por arte de magia. Eso significa empleos, nuevos contribuyentes, más recaudación, más gasto, clientelas renovadas y posibles votantes que piensen que la repentina bonanza y la barba son una misma cosa. La victoria de Alexis Tsipras (Alex Chiripas que le llaman los castizos en Madrid) en las elecciones griegas de este mes podría hacer el resto. Conforme el Chiripas y los suyos empiecen a hacer el griego las consecuencias –debidamente amplificadas aquí por la sorayada mediática– serían definitivas. O ellos o el caos. Avisados están.

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