
En 1958 el dictador haitiano François Duvalier sufrió una intentona frustrada de golpe de Estado. Los cabecillas del golpe eran los mismos oficiales del Ejército que, un año antes, le habían llevado al poder en unas elecciones amañadas y marcadas por la violencia. Duvalier había derrotado a un candidato mulato al que, mediante un racismo inverso típicamente tercermundista, acusaba de ser continuador de la dominación colonial francesa que había tocado a su fin siglo y medio antes.
En Haití, ya entonces un país pobre aunque no devastado hasta los extremos en que se encuentra hoy día, nadie se fiaba de nadie, empezando por el presidente. Tras el golpe ordenó liquidar a la cúpula militar y desmovilizar el Ejército y la policía. El papel de los primeros lo cumpliría una mafia de caudillos locales que le debía obediencia. El del segundo lo cubriría una guardia informal reclutada entre los jornaleros del campo. Ambos dispondrían de poder absoluto y no se someterían a más frenos que los que propio Duvalier les pusiese.
Fieles a su origen, los miembros de la milicia iban vestidos, como cualquier campesino haitiano, con sombreros de paja y pantalones cortos. Llevaban, además, machetes y armas cortas. Pero eso no era no les hacía temibles, sino su total falta de escrúpulos y su disposición a sembrar el terror con mayúsculas entre los que osaban disentir con el tiránico régimen que había instaurado Duvalier.
En muy poco tiempo se hicieron famosos en todo el país por sus atropellos indiscriminados. Cuanta más violencia empleaban más contento con ellos estaba el dictador. Su comandante, Luckner Cambronne, un mediocre empleado de banca que encontró en las matanzas de civiles la razón de ser de su existencia, se convirtió en el ojo derecho de Duvalier. Para agradecerle los servicios prestados terminó nombrándole ministro del Interior que, a esas alturas era lo mismo que ser el jefe de los macheteros descontrolados.
Los haitianos les dieron el nombre de Tonton Macoutes, un personaje del folclore isleño similar a nuestro hombre del saco con el que se solía meter miedo a los niños para que comiesen o se fuesen a la cama. Lo cierto es que no sólo los niños les temían. La peor pesadilla de un haitiano entre 1958 y 1986 fue tenérselas que ver personalmente con uno de ellos. Eran salvajes, inmisericordes y amigos de exhibir una crueldad extraordinaria, incluso para los cánones de barbarie a los que los haitianos estaban acostumbrados.
Los pilares de su reino del terror eran los asaltos nocturnos a las aldeas. Capturaban a los que el Gobierno había señalado previamente y los asesinaban delante de todos, a veces quemándolos vivos. Los cadáveres calcinados quedaban expuestos durante días colgados de un palo en los cruces de caminos o a la entrada de los pueblos a modo de ejemplo. Quien se atrevía a retirarlos lo pagaba con la vida. Otras veces actuaban por su cuenta buscando dinero o librando venganzas. No quedó rincón en todo Haití que se librase de sus excesos. Durante los años 60 fueron el cimiento de las sucesivas mayorías electorales de Duvalier, a quien los haitianos terminaron por llamar con una mezcla de odio y temor Papa Doc.
A partir de 1970, convertido ya Duvalier en presidente vitalicio, el Gobierno les dio forma legal transformándolos en una especie de fuerzas armadas paralelas. Tanto Papa Doc como su hijo Jean-Claude, Baby Doc, los utilizaron intensamente para controlar el país a su antojo. Donde no llegaban con el terror lo hacían con la superstición. En las filas de los Tonton Macoutes militaba un sinnúmero de sacerdotes del vudú, una religión sincrética por la que los Duvalier, declarados apóstoles de la negritud, tenían auténtica veneración. Cambronne, apodado el “vampiro del Caribe” era uno de ellos.
Durante las casi tres décadas que duró el régimen de los Duvalier los Tonton Macoutes acabaron con la vida de cerca de 100.000 haitianos. Como la mala hierba es difícil de arrancar, Haití sigue padeciendo el azote periódico de grupos paramilitares de los que se sirve el poder. Es un castigo, uno más, de los muchos que tiene que padecer aquel desdichado país.
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