
Se acaba de celebrar la cumbre anual de la OTAN en Bruselas, la primera a la que Joe Biden acude como presidente de EEUU. De Washington se traía varios puntos en la agenda. El primero y fundamental advertir a sus aliados europeos del peligro que supone China a escala global. El segundo aflojar la tensión con Turquía, miembro de la alianza desde hace décadas, pero cuyos intereses estratégicos últimamente difieren de los del resto de socios. El tercero prevenir a la Rusia de Putin del regreso de la OTAN a la arena europea. La cuestión china, de cualquier modo, era el plato fuerte de la cumbre y Biden no lo tenía fácil. Donald Trump dejó muchas heridas y suspicacias mutuas en el seno de la OTAN a lo largo de su mandato. Trump no le veía demasiado sentido a la OTAN y nunca ocultó su desprecio por los aliados europeos, especialmente por los del continente, a quienes acusaba de no preocuparse de su propia seguridad.
A pesar del buen ambiente y de una atmósfera de exquisita cortesía entre los aliados, no parece haber acuerdo sobre cómo equilibrar la nueva amenaza China con la tradicional que siempre supuso Rusia y los frentes abiertos en nuevos dominios como el cibernético. En un extenso comunicado se menciona a China casi una docena de veces, un cambio significativo con respecto a cumbres pasadas de la OTAN en las que a China apenas se la citaba. En uno de los párrafos se pueden leer perlas como que China presenta «desafíos sistémicos al orden internacional basado en reglas” o que “la creciente influencia de China supone un desafío que debemos abordar juntos como alianza”. Esto llegaba sólo un día después de que los líderes del G7 pidieran a China que respete de una vez los derechos humanos. Han detectado, como vemos, un adversario común que amenaza sus intereses, pero no saben muy bien como hacerle frente.
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