
Hace cuatro o cinco años en Europa no se hablaba de otra cosa. El viejo sistema, el mismo que había provocado la crisis y luego la había agudizado, estaba muerto. Todo estaba en el aire, todo había fallado: la UE, el G20, los parlamentos… la clase media se encogía mientras se enconaban otros problemas ya antiguos como el del desempleo o el de la globalización. Empezaba la era de los populismos, de ellos era el futuro. El nuevo populismo, que sobre el papel y en la práctica era idéntico al viejo, adoptaría una cara distinta en cada país en función de las necesidades, los complejos y la cultura política local.
En el Reino Unido, por ejemplo, el coco populista era el UKIP, que abogaba con mucho convencimiento por la salida de la Unión Europea (entonces casi ciencia-ficción). Cabalgando sobre esa idea y sobre las comentadas intervenciones de su líder, Nigel Farage en el parlamento europeo, fue captando adeptos a ambos lados del espectro político. Pero su fuerza no era nacional. En la cámara de los comunes no tiene un solo escaño, sólo tres (de 800) en los lores, ningún alcalde y tan sólo un puñado de concejales. Era un populismo con una sola causa: sacar al Reino Unido de la UE. Lo han terminado consiguiendo, pero solo después de romper el Partido Conservador y de poner toda la política británica patas arriba.
Este fenómeno de corrimiento de votantes tradicionales de partidos de izquierda y derecha a nuevos partidos con ideas fuertes, líderes fuertes y, al menos según ellos, antiestablishment, se fue reproduciendo por toda Europa, de Grecia a Escocia y de Portugal a Alemania.
También saltó el Atlántico. La candidatura de Donald Trump en 2015 llegó surfeando esta ola populista de ruptura con el pasado y soluciones drásticas. De hecho, EEUU fue el último lugar que alcanzó y donde la pleamar acabó deteniéndose. Sólo seis meses después de la victoria de Trump, Marine Le Pen, la mujer que mejor encarnaba el populismo europeo perdió las elecciones frente a un novato que, para más inri, provenía del PSF y había sido ministro de François Hollande. Poco antes en los Países Bajos Geert Wilders, a quien ya se tenía como el nuevo amo del país, se estrellaba con estrépito contra las urnas.
Pero la marea populista había empezado a perder brío mucho antes. A inicios del verano de 2016, unos días después del referéndum del Brexit, los españoles de Podemos se quedaron por segunda vez consecutiva en seis meses a las puertas del poder. Los españoles, como luego los holandeses o los franceses, estaban hartos de la vieja política, pero no tanto como para entregarle todo el poder unos aventureros recién llegados. Incluso los que consiguieron llegar se quedaron pronto en nada. Ahí tenemos a Tsipras que, después de unos meses de gallarda resistencia contra la Troika, se entregó con armas y bagajes. O al Gobierno portugués nacido de la moción de censura a Passos Coelho a finales de 2015. António Costa y sus socios «antisistema» del Bloco de Esquerda han terminado siendo más obedientes con el sistema que sus predecesores. Costa sabía lo que había pasado en Grecia meses antes y no quería meterse en el mismo berenjenal. Una cosa es predicar la salvación desde una tribuna mitinera y otra bien distinta gobernar.
En definitiva, mucho ruido para un par de nueces. Y no sólo en Portugal.
El gran logro de la era populista, el Brexit, navega por los bajíos de la política real expuesto a mil azares. La política real, la de toda la vida, la que no concede ni un milímetro al idealismo, se ha impuesto con toda su gravedad. De ahí que Tony Blair haya salido ahora al rescate a ver si puede reconducir la situación tratando de negociar in extremis lo que no se quiso negociar en su momento. Probablemente llegue tarde, pero eso solo el tiempo lo dirá.
La pregunta que nos deberíamos hacer es qué ha pasado, ¿por qué esa ola imparable que iba a cambiar la cara a Europa se ha quedado en nada? Una razón, quizá la fundamental, es que se sobredimensionó la amenaza. No eran tantos los que querían ponerlo todo del revés. En Francia, por ejemplo, una Marine Le Pen en su mejor momento fue incapaz de concitar el apoyo de más de un tercio del electorado. Podemos en España tuvo que conformarse con un quinto. Wilders en Holanda con un séptimo.
En resumen, podríamos concluir que Trump y el Brexit fueron la excepción, no la norma. Y aún así ganaron de manera apurada. El Brexit lo hizo con un 52% de los votos y Trump no pasó del 46% del voto popular. La base electoral de los partidos (y candidatos) populistas simplemente no es lo suficientemente grande y eso les obliga a depender de otro tipo de votantes más templados que, en principio, pueden simpatizar con cierto discurso antisistema, pero que a la hora de la verdad prefieren no correr riesgos y apuestan sobre seguro.
Esto es extensible a grandes debates de fondo como el de la Unión Europea. Es posible que a la mayor parte de los europeos no le termine de gustar, pero tampoco quieren acabar con ella. A lo sumo reformarla, pero sin prisas ni aspavientos. Esto, obviamente, no quita para que las lecciones del bienio 2015-2016 se ignoren o se olviden. Pasó lo que pasó y lo hizo por algo. El descontento sigue ahí. La historia no se repite nunca de manera idéntica, pero el futuro siempre se termina pareciendo mucho al pasado.
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La demagogia, es decir, falsas y lisonjeras promesas, apelaciones al miedo y al prejuicio, desinformación y maniqueismo, entre otras lindezas, nació un minuto después de que lo hiciese la democracia, para acompañarla en un abrazo fundente y perenne. En tiempos de crisis, la demagogia ahoga a la democracia hasta que suplica por un tirano. Bien, la última década ha sido de crisis global y la demagogia ha campado como era de esperar. Ahora bien, cuando nos halagan. nos mienten, nos desinforman y nos atemorizan, necesitamos ventajas palpables y trileros convincentes para apoyar la pantomima. Los actuales populismos apenas son elocuentes y no aportan mejoras reales, es decir, cuentan con el viento a favor pero amainando de la crisis pero carecen de líderes carismáticos y de resultados reales de prosperidad.
Un cordial saludo.