La caza del rico, mal consuelo del pobre

El socialismo y el cristianismo comparten la identificación de la riqueza –la material, no las de otra índole– como algo intrínsecamente perverso. Consideran unos y otros que la justicia consiste en que todos tengan lo mismo sin importar las capacidades, las circunstancias y, especialmente, los méritos de cada cual. El cristianismo atemperó pronto sus pulsiones igualitarias y desde siempre practicó un socialismo evangélico más de boquilla que otra cosa. Afortunadamente, todo sea dicho. Esta igualación por decreto, este lecho de Procusto, solo puede conseguirse mediante el empobrecimiento general. Un ejemplo. El hombre más rico de España, Amancio Ortega, que es también uno de los más ricos del mundo, tiene un patrimonio estimado en unos 62.0000 millones de euros. Esto no quiere decir que tenga todo ese dinero metido debajo de un colchón, o que disponga de él a la vista en la cartilla del banco. No, nada de eso, esos 62.000 millones es el valor de sus diferentes y variadísimos activos, de ahí que de un año a otro su riqueza de ciertos bandazos. Ídem con Bill Gates, Carlos Slim, Lakshmi Mittal o usted mismo. Su riqueza no es lo que tiene en el banco, ni el sueldo que percibe mensualmente, su riqueza es, grosso modo, los activos que posee a precios de mercado. A eso habría que sumarle su capacidad de generar renta en el futuro, que es muy alta en el caso de los jóvenes cualificados y muy baja entre los ancianos sin cualificación ni ahorros. La pena es que este último tipo de riqueza no se puede medir porque todavía no se ha materializado.

Si, pongamos por caso, mañana desposeyeran a Amancio Ortega de todos sus activos, los liquidasen a precio de hoy y repartiesen lo obtenido entre todos los españoles tocaríamos a unos 1.300 euros por cabeza en una sola paga. Bien mirado pasaríamos todos a ser mil euros más ricos, que no es gran cosa pero a más de uno le sacaría de un aprieto. A cambio al día siguiente no tendríamos a Amancio Ortega y su proverbial capacidad de crear riqueza, de sacar algo valioso de donde no había nada, de descubrir oportunidades donde otros no las vieron, de convertir estas oportunidades en realidades tangibles. Resumiendo, habríamos eliminado a la gallina de los huevos de oro. El empresario es la figura central del sistema. Nuestro mundo de abundancia, innovación y mejora continua se debe a ellos, es normal, razonable y justo que se hagan ricos. Amancio Ortega es muy rico, mucho más de lo que el común de los mortales puede llegar a concebir, pero, a diferencia de los déspotas –o de los amigachos aprovechados de los déspotas, más conocidos como “empresaurios”–, merece hasta el último céntimo de su colosal fortuna.

La idea generalizada, en cambio, es la contraria. No existe partido político que no tenga en la mirilla a los empresarios, identificados automáticamente como “ricos”, luego insolidarios y, por lo tanto, saqueables sin que al atraco le siga el remordimiento. No hablo ya de Podemos o de Izquierda Unida, que llevan en su ADN la distribución equitativa de la miseria para distribuir luego selectivamente la poca riqueza que quede entre sus capitostes. El Partido Popular, Ciudadanos o cualquiera de las formaciones que se autodefinen como no socialistas están aquejados de una severa podemitis y son igualmente ricofóbicos. No entienden que nuestra crisis se debe a la incapacidad del país para generar la suficiente riqueza. Esa es la razón por la que un cuarto de la población activa está desempleada o subempleada. Perseveran en la idea de que el Estado puede crear riqueza, cuando lo cierto es que para lo único que sirve es para dilapidarla por la vía rápida del despilfarro público o por la lenta de las transferencias de renta masivas entre los que producen algo y los que no producen nada. Ambas a discreción del político de turno, un ser supuestamente omnisciente que sabe mejor que nadie en que gastar el dinero que no es suyo.

El “rico” se convierte así en el chivo expiatorio idóneo porque, a fin de cuentas, nadie se define como tal pero, al tiempo, cualquiera puede ser considerado “rico” en comparación con otros. Para muchos un “rico” es alguien que gana 60.000 euros al año. Al afirmarlo no se plantean que, si los obtiene de una empresa privada, para ganar 60.000 euros tiene que producir unos cuantos más, o que el Estado ya le detrae la mitad vía retenciones e impuestos directos. Nadie lo ve porque lo fácil es no querer verlo. Nuestro sistema descansa sobre la ilusión de que siempre recibiremos más de lo que aportamos y eso, por lógica, es materialmente imposible. Pero los partidos –todos, los mayoritarios y los minoritarios salvo alguna honrosa excepción tipo el Partido Libertario– inciden en esa idea y edifican sus políticas económicas sobre idénticos cimientos. Queriendo emular a Robin Hood terminan siendo el bandido Fendetestas.

No hay nada malo en la riqueza, es una aspiración individual tan noble como la de ermitaño que se retira a una cueva del desierto a alimentarse de lagartijas y frutos silvestres. La pobreza, en cambio, si es algo aborrecible. En eso creo que estamos todos de acuerdo, o quizá no porque ciertas doctrinas económicas son fábricas de pobres al por mayor. Curiosamente esas doctrinas comparten la obsesión por querer eliminar de raíz a los ricos para repartirse luego el botín. Más de uno debería apuntárselo antes de ponerse a redactar el programa electoral. La elección es simple: o un país de “ricos” desiguales al estilo Liechtenstein o uno de pobres iguales al uso cubano. Yo me quedo con el primero, ¿y usted?

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