
El pasado martes el ejército de Mali, un país extremadamente pobre ubicado en el corazón del Sahel, dio un golpe de Estado. El golpe se produjo en Kati, una pequeña ciudad a 15 kilómetros de Bamako. Los militares sublevados tomaron la capital y forzaron al presidente, Ibrahim Boubacar Keita, a dimitir. Las razones que adujeron fueron la corrupción, muy extendida en el Gobierno, y la crisis económica permanente en la que vive instalado el país, una crisis agravada por la pandemia y la inestabilidad política derivada del independentismo tuareg y de la actividad yihadista.
El golpe militar fue celebrado con gran alborozo por las calles de Bamako porque la junta formada por oficiales del ejército prometió la celebración de elecciones y afrontar la crisis económica. Ninguna de las dos cosas está claro que vaya a hacerlas. La primera es posible, pero eso no garantiza nada. La segunda es poco menos que una carta a los Reyes Magos. Mali se encuentra en un cruce de caminos por el que pasan buena parte de las migraciones hacia el norte y en el que se trafica con todo, también con personas. En Europa, como sucedió en 2012 en una situación similar, ya se ha encendido la alarma.
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