
Nación es un término polisémico. El diccionario de la Real Academia recoge tres acepciones: «conjunto de los habitantes de un país regido por el mismo Gobierno», «conjunto de personas de un mismo origen y que generalmente hablan un mismo idioma y tienen una tradición común» y «territorio de una nación». La primera y la segunda incluso pueden llegar a contradecirse porque podría darse el caso -y muchas veces se ha dado a lo largo de la historia-, de que el conjunto de habitantes de un país regido por el mismo Gobierno no hablan el mismo idioma y, a veces, ni siquiera tienen una tradición común.
Ese era el caso, por ejemplo, de los habitantes de la monarquía austrohúngara o del imperio otomano, y es el caso de los suizos de nuestros días que, aunque comparten Gobierno y algunas tradiciones, un natural del cantón de Schaffhausen difícilmente se hace entender en Bellinzona, en el cantón del Tesino. Pero si les preguntásemos se considerarían parte de una misma nación, la helvética, con los avíos correspondientes de bandera, escudo e himno, que vendrían a ser los significantes que complementan un significado tan difuso.
Etimológicamente la palabra viene del latín «natio», derivado de «nascere», que significa nacer. No es la única: natividad, naturaleza o nato provienen del mismo verbo. Luego la definición breve más ajustada sería el lugar donde hemos nacido. Eso, obviamente, deja un espacio muy amplio. Porque por las mismas todos somos nacionales del planeta Tierra y, a la vez, de nuestro propio barrio o aldea. Como podemos ver es un término muy resbaladizo, más si cabe cuando se emplea de manera intensiva en política y se rellena de significados extras. Luego habría que afinar más. Reuniendo todo lo anterior una nación vendría a ser un subconjunto de la sociedad civil emanado desde abajo, un orden espontáneo constituido por una serie de pautas culturales, lingüísticas, religiosas e históricas sin cuantificar ni cualificar.
¿Lengua?, ¿cultura?, ¿religión?
Pero nos encontraríamos entonces con otro problema: ¿qué pautas prevalecen? Si ponemos el énfasis en la lengua la nación española sería inmensa tanto en términos numéricos como geográficos. Cubriría buena parte del continente americano, la propia España y, apurando los hispanohablantes dispersos que hay por el mundo, Guinea Ecuatorial y la pequeña comunidad de habla española que aún queda en Filipinas. Si el énfasis lo ponemos en la religión la nación sería aún más grande: el catolicismo tiene unos 1.200 millones de fieles repartidos por el mundo en todas las culturas, no en vano católico significa universal. Si ponemos el énfasis en la cultura las fronteras son más vaporosas aún porque, ¿dónde empieza y termina una cultura? Y, en el caso de que pudiésemos colocar los límites, ¿hasta que punto éstos son más imaginarios que reales?
Estos límites difusos se observan aún en ciertas zonas fronterizas en las que sus habitantes son un poco de todo. Tuy, por ejemplo, está en el sur de Galicia, en la margen derecha del Miño, justo enfrente de Valença, con quien mantiene una intensa relación comercial y cultural desde que ambas fueron fundadas en la Edad Media. ¿Qué son los habitantes de Tuy y Valença?: ¿sólo gallegos?, ¿sólo portugueses?, ¿sólo españoles? La mayor parte de ellos son las tres cosas a un tiempo. Se manejan mejor o peor en las tres lenguas y como lugar de paso y comercio que es han recibido influjos de todas partes.
Quizá precisamente por eso, porque no había manera sencilla de definir la nación, el nacionalismo decimonónico, hijo del romanticismo y de las revoluciones liberales -y del que los nacionalismos catalán o español son deudos-, tomó a la lengua como referente. El «ein Volk, ein Reich, eine Sprache» (un pueblo, un imperio, una lengua) de los nacionalistas alemanes del XIX adaptado a las condiciones locales. A fin de cuentas, la inmensa mayoría de nosotros sólo tenemos una lengua madre, por lo que es relativamente fácil separar.
Esa es la razón por la que las fronteras en Europa son lingüísticas desde el final de las dos guerras mundiales, cuando se realizó una limpieza étnica tan descomunal que la suavizaron denominándola oficialmente como «reagrupamiento territorial», un piadoso eufemismo que disfraza el cribado por lengua que se hizo en muchos países de la Europa central y oriental. Millones checos, eslovacos, húngaros, croatas, eslovenos, polacos, alemanes y austriacos fueron desplazados a la fuerza para asentarlos en el lado correcto de la frontera lingüística como consecuencia de los tratados de Versalles, Saint-Germain-en-Laye y Trianon. Algo similar sucedió con los alemanes de los «ostgebiete» tras los acuerdos de Potsdam en 1945.
En Europa, con la excepción de Suiza, Bélgica y España, la norma es que al cruzar una frontera lo primero que cambia es el idioma. Sabemos que hemos entrado en Francia porque todo está escrito en francés, en Eslovaquia porque todo está en eslovaco o en Holanda porque todo está en neerlandés. Cierto es que, desde los años 60-70, se respeta a las minorías lingüísticas, pero hoy por hoy éstas son relícticas. Lenguas como el arpitano, el corso o el gaélico son poco menos que curiosidades para lingüistas y su uso desciende generación tras generación. La labor de concentración lingüística de los últimos doscientos años está muy avanzada en todo el continente con contadas excepciones entre las que figura nuestro país.
Pero la lengua tiene su trampa y no siempre sirve como diferenciador. Un estibador del puerto de Acajutla, en El Salvador, y un agente de Bolsa de Buenos Aires comparten lengua madre, pero el porteño es más afín culturalmente a un abogado parisino con el que no comparte lengua. Yo mismo, madrileño de nacimiento y, por lo tanto, hispanohablante, culturalmente estoy mucho más cerca en todos los aspectos de un profesor de historia de un pueblo de Gerona que de un bracero hondureño, a pesar de que el bracero y yo hablamos el mismo idioma desde la cuna. La lengua, en definitiva, es engañosa, es decir, puede darse una nación plurilingüe y, de hecho, siempre las hubo.
Nación y Estado
Los alemanes hablaron durante siglos diferentes dialectos del alemán, algunos de ellos muy distintos entre sí. A pesar de ello, se consideraban una nación y, de hecho, lo eran. En 1520 (350 años antes de la unificación) Martín Lutero escribió una obra a la que tituló «A la nobleza cristiana de la nación alemana» (An den christlichen Adel deutscher Nation). En ella el reformador no abogaba por la desaparición de los principados alemanes ni por constituir un Estado alemán que los sustituyese. Eso no es ya que no estuviese en su agenda, es que ni siquiera habitaba en su imaginación. Al contrario, el emperador del Sacro Imperio, en cuyo interior se hablaban varias lenguas e infinidad de dialectos, era el paladín del catolicismo. La reforma luterana triunfó gracias a la fragmentación política de la propia Alemania que, sabiéndose una nación, no tenía voluntad alguna de construir un Estado sobre ella.
Durante la Edad Media Europa era, aparte de un rosario de naciones culturales y otras tantas lingüísticas, una nación cristiana, el «Imperium Christianum» del que hablaba Alcuino de York para dorar la píldora a Carlomagno, que quiso forjar un gran Estado en torno a la feliz coincidencia de que toda Europa occidental era cristiana. La cosa no le funcionó a pesar de que disponía de koiné propia: el latín tardío. El «Imperium Christianum» no pasó de la Escuela Palatina carolingia en Aquisgrán. Apenas un siglo después empezaron a formarse espontáneamente nuevas naciones en el occidente europeo. Algunas han llegado hasta nuestros días después de un larguísimo camino plagado de mestizajes. Otras desaparecieron, ya por consunción, ya por fusión con las vecinas.
Tanto en la Edad Media como posteriormente en los tiempos de Lutero se distinguía entre nación y Estado porque ese y no otro es el meollo de la cuestión. Nación y Estado no tienen porque coincidir y, de hecho, es bueno para los intereses del individuo que no coincidan. Porque Estado sólo puede haber uno mientras que naciones, algo con límites tan difusos, pueden solaparse varias en la misma persona. La nación nace de abajo, es espontánea, invita a la diversidad y no devenga obligaciones. La nación es analógica, el Estado es digital. La nación es ascendente, el Estado descendente. El Estado proviene de arriba, es monolítico, uniforme y exige acatamiento. No se puede ser al tiempo ciudadano ruso y polaco, chino y coreano, sueco y griego, turco y paquistaní. Es decir, no se pueden tener dos pasaportes (salvo contadas excepciones), no se pueden tener dos obediencias estatales.
En cambio se puede ser madrileño, castellano, español, hispano y europeo occidental. Yo mismo pertenezco a todas esas naciones. No lo he elegido, estas cosas no se eligen. Simplemente vivo con ello. No es ni mejor ni peor, es lo que es. Aunque mañana el Estado español se evaporase seguiría siendo español porque lo hispano trasciende con mucho a la existencia de un Estado que se denomine así. Podría decir que me siento vietnamita o uzbeko pero eso no cambiaría nada, seguiría siendo lo que soy a no ser, claro, que me mude a Samarcanda y pase allí los suficientes años como para empaparme de las pautas culturales y lingüísticas del lugar. En ese caso también sería uzbeko.
El Estado uniformiza lo imposible de uniformizar pero necesita hacerlo para justificar su existencia, sus sistemáticas exacciones fiscales, sus levas forzosas, es decir, para que el sometimiento sea completo y, sobre todo, voluntario. Diría incluso que hasta gustoso en muchos casos. El Estado moderno con su legua oficial y sus símbolos «nacionales» ha conseguido apropiándose de la nación, transformándola para servir mejor a sus intereses o, directamente, inventándosela sobre un sustrato real, lo que nunca hubiese soñado antes.
No es aventurado decir que lo peor que nos ha sucedido a los españoles desde que la idea de España amaneció en la historia es el Estado español, ídem para los italianos, los alemanes, los ingleses y así sucesivamente. El Estado no admite competencia y necesita descripciones precisas, casi binarias. De ahí su obsesión con fijar una lengua propia, unas costumbres propias, una música propia y un marco cultural propio en el que se prescribe desde los gustos artísticos a los culinarios. A todos ellos, una vez construidos y apuntalados, les pone la coletilla de «nacionales».
Así nos encontramos con que el traje «nacional» de España es el tradicional de la feria de Sevilla, la música «nacional» es el flamenco y el plato «nacional» es la paella. No importa que jamás hayamos pisado la feria de Sevilla, que lo que de verdad nos guste e identifique íntimamente sea la música sinfónica, o que tengamos a la paella como un especialidad sabrosa pero no especialmente representativa del lugar concreto que consideramos nuestro hogar. Este mismo ejercicio podemos hacerlo con cualquier Estado-nación y nos daría igual resultado. Los llamados símbolos nacionales tienen un gran componente artificial. Fueron seleccionados desde arriba hace ya mucho tiempo para dotar a la nación política de un anclaje popular.
La naturaleza eminentemente dinámica de las naciones, de esos subconjuntos espontáneos de la sociedad civil, es muy diferente: aparecen, se mezclan, conviven, los lindes entre unas y otras nunca están del todo claros y llegado un momento desaparecen, generalmente transformadas en otras naciones. El Estado, en cambio, necesita poner una divisoria clara y describir pormenorizadamente las características de la nación para, una vez hecho eso, convertirla en su base fiscal de la que vivirán los gestores de ese Estado.
Pues bien, a pesar de que la diferencia entre nación y Estado es algo que está al alcance de cualquiera, casi nadie la tiene clara y se mezclan ambas cosas. La confusión es algo relativamente reciente. Proviene de la Revolución Francesa y sus derivaciones napoleónicas que terminaron alumbrando el romanticismo alemán de la primera mitad del siglo XIX. El huevo de la serpiente está ahí. Hoy ya no es un huevo, es una boa constrictor.
Si viajásemos al año 1600, o 1500, o 1300, salimos a una calle cualquiera de Barcelona y le hacemos las siguientes preguntas al primero con el que nos crucemos seguramente nos daría las siguientes respuestas:
- ¿Qué es usted?
- Barcelonés
- ¿Y catalán, no es usted catalán?
- Si, eso también
- ¿Y español?
- Si, claro, español también
- ¿Y cristiano?
- Naturalmente, católico, apostólico y romano
Nuestro paisano iría inscribiéndose dentro de subconjuntos no necesariamente excluyentes. En el siglo XIX se obra el milagro de adscribirnos a un solo subconjunto que, este sí, excluye a todos los demás. En nuestros días este barcelonés ficticio del siglo XV solo podría ser catalán porque hoy la patria chica ni siquiera cualifica como nación.
La pesadilla del Estado-nación
La cuestión es que el nacionalismo romántico que busca la confluencia de nación y Estado es lo anormal y además va contra nuestra naturaleza íntima. Por eso al Estado le ha llevado tanto tiempo meternos ese veneno en la sangre. En España, por ejemplo, se empleó la guerra de la independencia como catalizador para la construcción del nuevo Estado liberal que nunca llegó a cuajar del todo porque, a diferencia del francés o del alemán, siempre anduvo escaso de recursos. En Cataluña llegó algo más tarde, a principios del siglo XX coincidiendo con la pérdida de las últimas colonias. Josep Pla comenta lo siguiente en la biografía de Francesc Cambó: «los catalanistas eran pocos. En cada comarca había aproximadamente un catalanista que era generalmente un hombre distinguido que tenía fama de chalado».
Hoy lo raro es encontrar a uno que no lo sea. Eso ha requerido mucho esfuerzo. Los pasos han sido los mismos o muy parecidos a los de otros Estados-nación: normalizar primero y exaltar después la lengua, convertir la escuela en centro de adoctrinamiento nacional, oscilar entre victimismo infantil e ínfulas de superioridad, apelar al irredentismo, señalar un enemigo externo y manipular sentimentalmente a toda la comunidad. Pero, a pesar de ello, no han conseguido convencer a todos porque hay algo turbio, algo artificial en toda esa operación y una parte de la población lo descuenta o, directamente, se rebela. Solo captura gran número de adeptos durante las guerras apelando a la supervivencia del propio individuo.
El nacionalismo va en contra de la naturaleza humana pero encaja perfectamente con la naturaleza del Estado, razón por la cual todos los regímenes totalitarios se han valido de él. El socialismo mutó en algo letal cuando devino nacionalsocialismo. Y no me refiero sólo a los nazis. Stalin apeló al nacionalismo ruso durante la guerra mundial, que no por casualidad en Rusia se la conoce como «Gran Guerra Patriótica». En Cuba Fidel Castro cambió la estampa de Marx por la de Martí tan pronto como empezaron a pintar bastos al otro lado del telón de acero, y los dirigentes bolivarianos tienen como segunda piel un chándal con la bandera de Venezuela. No se me ocurre doctrina que sirva mejor los intereses del Estado que el nacionalismo. El Estado-nación es, en definitiva, un mal sueño que muy a menudo termina en pesadilla.
Pero, a pesar de los disgustos en cadena que nos ha ido proporcionando a lo largo de los dos últimos siglos, no aprendemos. Al contrario, el fantasma nacionalista reaparece de manera periódica, probablemente porque es la herramienta ideal para concentrar mucho poder en muy pocas manos y hacerlo, además, con plena legitimación. Sirve unos intereses muy concretos pero tiene la peculiaridad de enmascararse para parecer que interesa a todos. La nación no tiene una función, no sirve para nada en sí misma, se limita a existir durante un tiempo hasta que se convierte en otra cosa. El Estado, en cambio, si que la tiene y aspira a ser eterno.
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