
Hasta hace cosa de un par de semanas nadie a excepción de los oscenses y los aficionados al arte medieval sabía donde estaba Sigena. Tampoco es extraño. Villanueva de Sigena es un pueblito de 500 habitantes en la comarca de los Monegros, al sur de la provincia de Huesca. Y así, en ese confortable anonimato seguiría de no ser por dos hechos:
- Uno, que en Villanueva de Sigena hay un monasterio desde el año 1188
- Dos, que de ese monasterio salieron hace 35 años unas obras de arte con dirección a Cataluña
En otras circunstancias diferentes a las actuales no pasaría nada. Un pueblo de la España profunda castigado por la despoblación pero con grandes riquezas artísticas que viajan hasta una capital para ser expuestas. Casos como este hay muchos en España. Pero las circunstancias son las que son en aquel rincón de la península. No estamos hablando de unos objetos de arte sacro escamoteados de una iglesia de Ávila que terminan expuestas en una galería madrileña. Estamos hablando de eso mismo pero con unos objetos que, tras el cambio de manos de manera más o menos irregular, acaban en un museo catalán.
A partir de aquí ya todo es posible. En Cataluña de un tiempo a esta parte todo es política y bajo ese prisma se ve e interpreta la realidad.
El asunto de Sigena, que llevaba años en los tribunales sin que interesase a nadie más allá de las autoridades culturales aragonesas y, en menor medida, a las catalanas, ha venido a romper en el momento más delicado, en plena campaña electoral y un mes después de la aplicación del artículo 155. Por lo tanto su desenlace ha sido el previsible: un asunto menor se ha transformado en un escándalo de dimensión nacional.
¿Qué pasó en Sigena?
Pero, ¿qué es exactamente lo que ha ocurrido en Sigena? Nada especial que no haya sucedido antes en otros lugares. España es un país muy antiguo con un riquísimo patrimonio artístico desperdigado por todo el territorio, parte del cual como bien sabemos está despoblado. Este es el caso de casi todas las comarcas aragonesas. Ahora y hace 40 años.
Fue entonces cuando las monjas de la orden de San Juan de Jerusalén (también conocida como orden del Hospital), que habían ocupado el monasterio hasta 1970, vendieron al Gobierno catalán los tesoros artísticos del cenobio. Lo hicieron en tres lotes que fueron saliendo de Huesca en 1983, 1993 y 1994. En esta operación concreta la Generalidad presidida entonces por Jordi Pujol estuvo muy interesada, empezando por su propio presidente que, al parecer, convenció a una de las monjas para que le vendiese las obras.
La intención de las monjitas era seguramente buena. Querían poner a salvo el patrimonio centenario y de alto valor artístico de un monasterio ya clausurado. Se sacarían, además, un dinerillo que nunca está de más para una orden que tiene sus gastos y vive esencialmente de la caridad. ¿Y quién mejor lo iba a cuidar que una comunidad autónoma rica que, además, pagaba bien y al contado?
Hasta aquí todo correcto. El problema apareció después, cuando en 1995 la diócesis de Barbastro absorbió las parroquias aragonesas que durante siglos habían pertenecido a la diócesis de Lérida. Poco después de esto el obispado se enteró de la operación. Comprobaron que no se había hecho conforma a la legislación vigente al no informar de la misma al ministerio de Cultura y al Gobierno de Aragón. Algo preceptivo en casos como el de Santa María de Sigena, que es Monumento Nacional desde 1923.
Pero no sólo eso. Tampoco se pudo comprobar que se hubiese efectuado el pago porque nadie ponía factura alguna encima de la mesa. El tema se judicializó. El ayuntamiento de Villanueva de Sigena y el Gobierno aragonés litigaron contra la Generalidad para recuperar las obras. El asunto terminó en el Tribunal Supremo, que se inhibió indicando que la competencia para juzgar el caso correspondía a un juzgado de primera instancia. Y ese juzgado, de Huesca concretamente, falló a favor de los demandantes en 2015. Obligaba a la Generalidad a devolveren su integridad lo que ya se conocía el «Tesoro de Sigena».
El tesoro en cuestión es una colección de 95 piezas datadas entre los siglos XIII y XVIII en la que hay un poco de todo: altorrelieves, pinturas, tallas y cajas sepulcrales. La Generalidad, ya presidida por Carles Puigdemont, accedió en 2016 a devolver 51 piezas. De las 44 restantes no quería ni oír hablar. Estaban expuestas en el Museo de Lérida y allí seguirían.
Los demandantes volvieron a los tribunales para exigir la reposición completa de la colección. Esta vez fue la Audiencia Provincial de Huesca la que confirmó la sentencia del juzgado instando una vez más a la consejería de Cultura de la Generalidad a devolverla. El juez dictó entrega para el 11 de diciembre y ese mismo día la Guardia Civil en calidad de policía judicial se presentó en el Museo de Lérida con un camión y se la restituyó a su legítimo propietario. Bendito el país en el que gobiernan las leyes y no los hombres.
La politización del arte
Aquí es donde termina la odisea del tesoro de Sigena y empieza la intoxicación política protagonizada, como era de prever, por el independentismo catalán. El mismo día 11 un retén no muy numeroso se manifestó en las puertas del museo tratando de impedir por las bravas que la Guardia Civil hiciese el trabajo que les había encomendado el juez. Era sorprendente ver como unos que hasta hace unos días desconocían que tenían el tesoro se quejaban porque se lo estaban llevando.
A la entrada del museo estaban las brigadas de asalto. Pocos pero muy motivados. Simultáneamente desde un despacho, el del director de servicios territoriales de cultura en Lérida, un tal Josep Borrell advertía amenazante que los aragoneses de las comarcas limítrofes con Cataluña podrían dejar de recibir asistencia sanitaria en represalia. Esa asistencia no es un obsequio, la paga el Gobierno de Aragón cuando los hospitales más cercanos están en Cataluña. Pero eso era lo de menos. Había que dar rienda suelta a la frustración por algún lado y Josep Borrell, un cargo de cuarta fila, escogió ese lado.
La guinda la puso Puigdemont desde Bruselas retorciendo el tema hasta extremos inauditos, mezclando el 155 con un asunto que no tiene nada que ver con él y hablando de «expolio«. Ante esto sólo cabría plantearse que si de verdad fue un expolio el primer expoliador sería él mismo cuando ordenó entregar las primeras 51 obras hace un año. Esto, evidentemente, no lo ha explicado porque no puede hacerlo.
Puigdemont comparte hoy con muchos de sus seguidores el mismo cuadro clínico. Viven al margen de la realidad o, mejor dicho, lo real sólo les interesa en tanto pueda ser alterado y empleado como arma política para su delirio particular. No es la primera vez que lo hacen, llevan así muchos años. Sigena y su tesoro simplemente nos han ofrecido una atalaya para mirarlo desde una posición privilegiada.
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Un apunte a la noticia, las monjas de Sigena nunca llegaron a vender nada ya que la prior falleció en 1974 y por las medidas que había tomado no tenia intención de venderlas, fue la prior de Valldoreix la que vendió las obras, las cuales no eran suyas. lo del cobro si que se puede atestiguar que en 1991 no se había cobrado todavía ya que existe una carta de la prior de Valldoreix a la comunidad dirigida a Jordi Pujol reclamándole el pago.
Sigena es un suma y sigue de la realidad catalana actual. Para que se cumpla la ley en Cataluña se precisa a la policía ante un tropel de exaltados, su cumplimiento es objeto de politización y el hecho de que se cumpla es portada de noticieros. Esto, que pudiera parecer una rareza, es lo normal en Cataluña, una autonomía en la que sus ciudadanos se disponen a votar sobre sentimientos, y sobre la conveniencia o no de cumplir las leyes, en unos pocos días. Tener de explicar que las urnas no son para eso, es nuestro fracaso colectivo, que la ley se cumpla pese a exaltados y demagogos, es el consuelo de los fracasados.
Un cordial saludo.