
En el invierno de 1620 una persona podía pasar de Asia a Europa por el Bósforo caminando y no precisamente sobre un puente. En aquel entonces no se había construido puente alguno sobre el Bósforo. Se pudo hacer durante un par de meses porque el Bósforo se congeló. En el invierno aún más duro de 1657, el estrecho del Sund entre Suecia y Dinamarca también se congeló. No fue una capa superficial. Se congeló lo suficiente como para que el ejército sueco marchara desde Escania hasta Copenhague. En 1683, los inviernos eran ya tan fríos que de diciembre a febrero no se podía navegar por el río Támesis en Londres. En lugar de las barcazas circulaban coches de caballos y trineos. En ocasiones era tan espeso y firme que los londinenses celebraban mercadillos en mitad del cauce helado.
Estas extraordinarias heladas ocurrieron durante la llamada «Pequeña Edad de Hielo», una anomalía climática global que se produjo entre los años 1400 y 1850. En su apogeo, la Pequeña Edad de Hielo dejó a Europa y a buena parte del mundo convertidos en un frigorífico, pero no sabemos muy bien por qué. Se cree que se debió a los efectos combinados de la baja actividad solar, el llamado «mínimo de Maunder», de una serie de cambios en las corrientes oceánicas y de las cenizas de varias erupciones volcánicas que, dispersas en la atmósfera, bloquearon la radiación solar.
La guerra de los treinta años, las guerras civiles inglesas, la revuelta de la Fronda en Francia, revueltas contra la monarquía española en Portugal, Cataluña y Nápoles, crisis política en el imperio Otomano y el traspaso violento del poder en China entre las dinastías Ming y la Qing
La Pequeña Edad de Hielo empezaron a estudiarla los climatólogos hace cosa de 60 ó 70 años fijándose en los movimientos de los glaciares y escudriñando en el interior de los árboles. En esa misma época, los historiadores empezaron a hablar de una «crisis general» a mediados del siglo XVII. La crisis se sustanció en un conjunto de motines y guerras casi simultáneas: la guerra de los treinta años, las guerras civiles inglesas, la revuelta de la Fronda en Francia, revueltas contra la monarquía española en Portugal, Cataluña y Nápoles, crisis política en el imperio Otomano y el traspaso violento del poder en China entre las dinastías Ming y la Qing. Durante mucho tiempo los historiadores trataron de relacionar estos trastornos en cadena con un conjunto de condiciones sociales, económicas o políticas que estaban ya en la Europa y China del siglo XVII, pero no miraban demasiado al clima.
Eso acabó hace unos años. La Pequeña Edad del Hielo y la crisis del siglo XVII se interpretan ahora de una manera más amplia. Y no es casual que así sea. Nos encontramos en una época de pánico climático generalizado, en la que damos por hecha una ruina medioambiental inminente. Quizá sea por eso por lo que, de un tiempo a esta parte, las alteraciones climáticas del pasado nos fascinan. Hace unos años, el célebre historiador británico Geoffrey Parker alumbró un ensayo titulado «Crisis global: guerra, cambio climático y catástrofe en el siglo XVII» en el que aseguraba que el enfriamiento del clima fue una de las causas que explican la anormal agitación política en la Europa y la China de la época. El libro fue muy comentado, se vendió bastante y hoy sus tesis son moneda corriente.
Tanto que han ido llegando nuevos libros sobre el tema. Uno de ellos es “El motín de la Naturaleza», del historiador alemán Philipp Blom. Al igual que Parker, Blom culpa al enfriamiento global de los problemas políticos, sociales y económicos de este periodo. Lo hace, eso sí, en muchas menos páginas. El de Parker tiene unas 1500 páginas, Blom necesita menos de 300. Su tesis es similar y, para qué negarlo, es algo perfectamente plausible. El enfriamiento acortó varias semanas la temporada de cultivo y provocó sequías y heladas que acabaron con cosechas enteras. Los ríos congelados no podían mover los molinos, lo que provocó que escasease el pan en las ciudades. En las frágiles sociedades de la era moderna, dos cosechas perdidas consecutivas provocaban hambrunas y las hambrunas traían epidemias.
No es casual que esta cadena de desgracias desembocase en motines o en guerras por los escasos recursos. Eso por no mencionar los mercenarios sin cobrar su soldada que merodeaban por en busca de comida. En la hambruna que precedió a la caída de la dinastía Ming se podía intercambiar un poco de arroz por dos niños. La crisis en el Imperio Otomano, que se saldó con el asesinato de dos sultanes, se produjo en parte por a la incapacidad de los monarcas para proporcionar a Constantinopla las 500 toneladas de pan diario que necesitaba. Los Habsburgo españoles, que enfrentaron revueltas en Cataluña y Portugal, también se enfrentaron a dos devastadores brotes de peste en sus dos principales ciudades: Sevilla en 1649 y Nápoles en 1656.
La Pequeña Edad del Hielo, por desgarradora que fuera, «transformó Occidente y dio forma al presente».
A lo largo del libro, Blom va desgranando los tormentos que tuvieron que atravesar las monarquías europeas (y los propios europeos) a lo largo de este siglo infausto. Eso sí, según el autor el sufrimiento no fue en vano. La crisis climática, dice textualmente, «provocó un gran dinamismo social y económico capitaneado por una clase media en ascenso, mediante un comercio más fuerte, conocimiento empírico, expansión literaria, mercados en expansión y renovación intelectual«. La Pequeña Edad del Hielo, por desgarradora que fuera, «transformó Occidente y dio forma al presente».
El impacto del enfriamiento y la miseria generalizada argumenta Blom, forzó una reconceptualización de la naturaleza y un nuevo enfoque realista y empírico de la sociedad humana. Así nacieron los sistemas científicos y filosóficos que darían forma a la Ilustración. El desastre económico y la dislocación social, según este relato, rompieron jerarquías seculares y recompensaron a las sociedades que demostraron ser más hábiles e inventivas. Adaptarse a la crisis climática también requirió acabar con el estatus privilegiado del cristianismo, lo que alumbró una sociedad secularizada que priorizaba la estabilidad política y la riqueza sobre la piedad. La Pequeña Edad de Hielo es, según Blom, un período de adaptación que se saldó con una victoria.
Bien, hasta aquí la tesis principal. Ahora es cuando me toca sacar el escalpelo y hacer la autopsia. Blom pinta todo esto como una historia heroica, quizá pensada para animarnos en medio del pesimismo creado por la obsesión climática de nuestros días. Por desgracia, su tesis creo que es más una fábula que un hecho. Suponiendo, en lugar de demostrar, que la crisis medioambiental fomentó la innovación intelectual, Blom entra en una serie de desconcertantes digresiones. Dedica docenas de páginas al astrónomo inglés John Dee o al ensayista Michel de Montaigne que tienen poca o ninguna relación con el tema del libro. Pero, nada, él sigue a lo suyo justificando estos larguísimos paréntesis mostrando comentarios ocasionales de estos dos tipos sobre el clima.
Los inviernos largos y gélidos y las cosechas perdidas provocaron motines y guerras, pero yo no veo tan claro que aquello diese lugar a cosas como “la Revolución Científica, la Ilustración y el capitalismo”
“El motín de la Naturaleza” está lleno de esos callejones sin salida. Blom va desgranando pequeños relatos sobre la burbuja de los tulipanes en Holanda, la educación jesuítica o el falso Mesías judío del siglo XVII. Temas sin duda muy interesantes pero que no tienen mucho que ver con el clima. Pero insiste en que el enfriamiento global ofrece algo así como una teoría unificada de la modernidad. Es seguro que los inviernos largos y gélidos y las cosechas perdidas provocaron motines y guerras, pero yo no veo tan claro que aquello diese lugar a cosas como “la Revolución Científica, la Ilustración y el capitalismo” tal y como afirma el autor. No por nada, sino porque esos tres procesos ya habían dado comienzo antes, entre los siglos XV y XVI.
Luego hay otra cosa. Blom insiste una y otra vez en que el enfriamiento global alentó a los pensadores a desechar los relatos «teológicos» del cosmos por nuevas explicaciones «económicas» y «filosóficas». Bien, esa es la clásica falacia «post hoc ergo propter hoc», es decir, que como las obras de Newton, Voltaire o Adam Smith llegaron en el siglo XVIII la causa de su existencia hay que ir a buscarla en el siglo precedente. Y no, no es así a poco que uno abra la focal y adquiera una visión de conjunto más amplia de la historia occidental.
Entonces, ¿por qué se muestra tan convencido, asertivo y vehemente a pesar de que los agujeros de su teoría están tan a la vista? Eso lo encontramos en la conclusión. Blom concluye esforzándose por extraer lecciones de la Pequeña Edad de Hielo que sean aplicables a nuestra era de calentamiento global. Pero, curiosamente, no sugiere una adaptación libre, espontánea y orientada por el mercado que nos permita nuevamente triunfar sobre la naturaleza. Su libro presenta una peculiar paradoja: las sociedades de mercado innovadoras que, según su relato, salieron refortalecidas de la Pequeña Edad del Hielo alumbraron una sociedad de consumo industrializada con una sed insaciable de combustibles fósiles. Luego la Pequeña Edad del Hielo engendró así la era del Calentamiento Global.
Se lanza contra la «teología del mercado», atribuyendo de manera un tanto ridícula esta supuesta nueva religión de la codicia a las viejas «estructuras» de la teología cristiana.
En este punto se pone a sermonear en torno al capitalismo que, según él, hace 400 años fue nuestra salvación, pero ahora nos trae una catástrofe inminente. Se lanza contra la «teología del mercado», atribuyendo de manera un tanto ridícula esta supuesta nueva religión de la codicia a las viejas «estructuras» de la teología cristiana. Dice textualmente: “Los príncipes cristianos conquistaron y oprimieron a otros en nombre de la verdadera fe”, “y los empresarios y políticos ilustrados se sintieron autorizados a hacer lo mismo en nombre de la racionalidad y el progreso” para concluir que el libre mercado es el nuevo «evangelio» y que «la forma en que el cambio climático actual afectará a las sociedades de hoy dependerá en gran medida de si las respuestas son esencialmente teológicas o basadas en evidencias».
No es necesario ser un libertario desatado para encontrar poco convincente esta interpretación. El chivo expiatorio de la religión es descabellado. La sugerencia de que para combatir el cambio climático se debe rechazar la economía de mercado no tiene una sola evidencia que la apoye. Blom pide a los lectores que destierren la «idea de someter a la Tierra» típicamente cristiana o capitalista y que se consideren «una especie de primates» que buscan la simple «supervivencia en un universo material». En eso queda todo. Me pregunto por qué, si lo que quería era atacar al cristianismo y a la economía «neoliberal ahora obsoleta», ha escrito un ensayo histórico tan específico. Para ese empeño lo hubiese resuelto con un libro distinto, pero no empleando como coartada la Pequeña Edad del Hielo. Los lectores interesados en el tema estarán mucho mejor atendidos por Geoffrey Parker.
Hola Fernanso, Sí está traducido, se titula » El siglo maldito » https://amzn.to/3oscY94
Magnífica reseña como siempre Fernando. Me gusta especialmente el que desmenuces para que lo entendamos el tenor principal del libro, para acabar abriéndonos los ojos con el significado soterrado en la intención del escritor, digamos que progre y contradictoria.
Muchísimas muchísimas gracias por tus programas, todos.
Saludos…
Eudald Carbonell en su último libro » EL PORVENIR DE LA HUMANIDAD» muy interesante por cierto y bastante breve, 180 paginas…..también culpa al egoísmo capitalista de buena parte de los problemas de nuestra sociedad, igual algo de razón ya tienen estos dos. En todo caso tengo la sensación de que no hay vasallos en este mundo para tanto príncipe. Este clima de cambio lento nos permite adaptarnos poco a poco con esfuerzo naturalmente pero un enfriamiento brusco seria dramático. No te parece.