Lo que nos jugamos en Cataluña

En los últimos once años los catalanes han sido llamados a las urnas en quince ocasiones, dos de ellas de manera ilegal para los referéndums del 9 de noviembre de 2014 y del 1 de octubre de 2017. En total han votado en cuatro elecciones generales (2008, 2011, 2015 y 2016), en tres municipales (2007, 2011 y 2015), en cinco autonómicas (2006, 2010, 2012, 2015 y 2017) y tres referéndums (2006, 2014 y 2017). Con excepción del año 2009 todos los años desde 2006 se ha producido al menos una convocatoria.

Sirva esto para hacerlos una idea del nivel de politización de la sociedad catalana durante la última década. Cuando un país se politiza significa que hay algo en su interior que no funciona del todo bien. Tiene cierta lógica que durante una dictadura o al término de la misma el interés por la política crezca, pero luego, una vez alcanzado el punto de saturación, las aguas vuelven a su cauce y la gente a sus asuntos. La política, a fin de cuentas, es parte de la vida, no es la vida en sí misma.

La Cataluña de 2006 no estaba en una dictadura ni se encontraba saliendo de ella. Todo lo contrario, atravesaba un momento dulce. Había conseguido altísimas cotas de autogobierno y era una de las regiones más prósperas de España. Pero fue entonces cuando empezó todo. O quizá un poco antes, en 2003, con la llegada al poder de Pasqual Maragall y la formación de aquel primer tripartito que puso fin a casi un cuarto de siglo de pujolismo. Desde entonces Cataluña no ha conocido la paz.

Lo que empezó como una simple reforma estatutaria concluyó hace tres meses con la celebración de un referéndum ilegal y, días después, con la proclamación unilateral (y psicotrópica) de independencia. Entre medias una efervescencia colectiva que a partir de 2012 dieron en llamar «procés». Pues bien, el «procés» ha concluido, pero toda la agitación que lo provocó aún no lo ha hecho. Hay síntomas de agotamiento. Los enconos adquirieron su punto álgido a finales de octubre y desde entonces la marea remite lentamente, fruto de los excesos cometidos y de la certeza que tienen todos los catalanes (y los que no lo somos) de que la situación se encuentra bloqueada.

No existe una mayoría a favor de la independencia pero éstos conforman una minoría muy mayoritaria. Esta es la historia que nos cuentan las elecciones de 2010, 2012 ó 2015 y probablemente será la que nos cuenten las de mañana. Estos bloques obviamente no son inamovibles. Pueden perder o ganar volumen. Lo hemos visto con el independentismo, que ha pasado de ser algo testimonial hace 25 años a rozar el 50% después de siete años de movilización masiva.

En 2010 el 24,5% de los encuestados por el Centro de Estudios de Opinión de la Generalidad (el famoso CIS catalán) estaban a favor de la independencia. Tres años más tarde eran ya el 48%. Coincide, como vemos, con la crisis económica, que en otras partes de España se tradujo en una desafección general hacia la clase política pero en Cataluña se transformó en un rechazo a España en su conjunto. El independentismo puso a la crisis a jugar a su favor con mucho éxito, supo dirigir la ira de la población colocando en el mercado una idea que siempre se compra muy a gusto: «estoy mal, la culpa es de ellos».

Una vez alcanzaron una masa crítica considerable y ante la incomparecencia del adversario se echaron al monte a dar el último y definitivo paso. Y ahí es donde el globo al que se habían subido empezó a enfriársele el aire. La masa era crítica si, pero no muy estable. El adversario, por su parte, ha terminado por dar la cara y plantar batalla. Lo primero era fácil de adivinar. Lo que rápido llega, rápido se va. Lo segundo era inimaginable, al menos con la fuerza en que lo ha hecho.

En estas nos encontramos. Nos lo vamos a jugar todo a una carta porque Mariano Rajoy Brey, que es quien manda en España, así lo ha decidido. El tiempo dirá si estaba acertado o equivocado en acercar tanto la convocatoria electoral a la aplicación del 155. De lo que salga de las urnas dependerá que la situación actual de indefinición se prolongue o que la bola caiga en uno de los dos lados.

Si cae en el independentista y los trasuntos de Puigdemont y Junqueras vuelven a formar Gobierno los límites están tan claros como hace dos años, pero ahora, además, saben de antemano cuáles serán las consecuencias. El Estado actuó en octubre y podría volver a hacerlo con la misma intensidad. Eso es algo que deberían tener en cuenta antes de meterse en pactos y, sobre todo, antes de trazar planes maximalistas como los de la recta final del «procés».

Si cae del lado constitucionalista no será un camino de rosas aunque líderes como Arrimadas o Iceta traten de hacerlo ver dibujando amplias y complacientes sonrisas. Cataluña se ha autoinfligido muchas heridas que primero tienen que cerrarse y luego cicatrizar. Un trabajo titánico que requerirá tiempo, mano izquierda y grandes dosis de paciencia. Si lo consiguen habremos ganado todos. Si fracasan esto no habrá hecho más que comenzar.

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1 Comment

  1. En Cataluña hay dos problemones, uno es social y va de sentimientos, incluyendo el odio, y el otro es institucional, acerca de la legalidad. Votando, con urnas ilegales o legales, no se decide qué se ha de sentir y tampoco se decide si se ha de cumplir o no la ley. En esta ocasión las urnas son legales, los sentimientos son los mismos y el cumplimiento de la ley sigue estando en manos de la policía y de la justicia, es decir, que en estos comicios no se va a decidir la concordia o qué delitos son legales. Estas elecciones van a confirmar que el 155 es una herramienta para evitar declaraciones de independencia pero una vez declaradas es un ariete de papel. Cuando unas instituciones territoriales declaran la independencia, no se trata de normalizar lo que ya no puede ser normal, se trata de suspender dichas instituciones y replantear el marco legal que amparó la felonía. Pero todo esto es muy farragoso y extenso, mejor una elecciones rápidas con algunos candidatos fugados o presos y todos desconcertados.
    Un cordial saludo.

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